¡Bacterias!

Se proponía en la última entrada de este blog una consideración del desenfocado punto de vista antropocéntrico desde el que se valora el impacto humano en nuestro planeta y sus catastróficas consecuencias. Abundando en el asunto y dando un paso más, se tratará ahora otra visión miope de la naturaleza y, en particular, de la vida; la llamaremos “complejocentrismo”, un término grotesco quizá, pero que ya se ha utilizado por ahí en alguna ocasión y que, en cualquier caso, resulta ilustrativo. Veamos.

 

No parece controvertido asumir de entrada que, entre el público en general, cuando se habla de “la vida” se piensa automáticamente en la vida superior: plantas y animales complejos que habitan con exuberancia la superficie de la Tierra integrando la biosfera. La vida simple (bacterias y arqueas), no entran en principio en la consideración mayoritaria como parte integrante de dicha biosfera. Si se mencionan, se suelen entender como una suerte de excrecencia de la vida, habitantes de un submundo oscuro e infeccioso que amenaza la pervivencia de todo lo demás a cada paso.

Pero centenas de diferentes tipos de ellas viven, por ejemplo, en nuestro cuerpo (y en el cuerpo de cualquier otro individuo de cualquier grupo taxonómico que se quiera proponer) posibilitando su correcto y armonioso funcionamiento. De hecho, si de alguna manera se pudieran hacer desaparecer súbitamente de nuestro organismo, moriríamos en poco tiempo tras una dolorosa agonía. Sólo una ínfima minoría de todas ellas puede, eventualmente, causarnos problemas, por graves que estos puedan llegar a ser.

Sin embargo, suelen provocar un mohín de asco cuando se sacan a relucir. Y de hecho, es habitual contemplar publicidad de limpieza que apoyan su mensaje central en el poder para eliminarlas, de nuestro entorno doméstico, de nuestra piel o de nuestra boca, contribuyendo a provocar una histeria de la asepsia que es tan desmedida como contraproducente.

En fin, volviendo al asunto central del papel de las bacterias en la concepción general de vida y biosfera, hay que declarar con rotundidad que son su mismo meollo.

Las bacterias son la forma que se puede considerar universal a la hora de plantear el surgimiento de la vida como fenómeno “necesario” en la dinámica de la materia que integra nuestro universo. Al plantear la posible existencia de vida en otros mundos aparte de nuestro planeta, lo que se debe esperar encontrar en su caso, serían principalmente cosas parecidas a bacterias, que además se creen ampliamente distribuidas por cuerpos de muy variadas características, con apenas dos condiciones imprescindibles: que sean cuerpos rocosos con carbono en abundancia y con agua líquida, además, claro está, de una fuente de energía que anime los procesos químicos en su interior y/o superficie.

Imaginar criaturas complejas, e incluso inteligentes, deriva de una exacerbada aplicación del enfoque complejocéntrico que se pone en cuestión aquí. Nuestra vida eucariota (toda vida compleja conocida pertenece a este dominio sin excepción), podría muy posiblemente ser una mera contingencia, un hecho excepcional. La vida compleja es delicada, y requiere una larga serie de condiciones para prosperar; precisamente las que ofrece la Tierra. Pero incluso aquí, tardó más de 3.000 millones de años en aparecer después de que la vida surgiera poco después (en escala temporal geológica) de la formación del planeta. Y además, según notables científicos como Nick Lane o William Martin, entre otros, fue el resultado de un acontecimiento casual, extraordinario, que no se puede derivar necesariamente de la evolución de esa primera vida bacteriana. La vida compleja, como alegaba Peter Ward en su célebre libro Rare Earth, sería “rara” en el universo; las bacterias son la vida en esencia, y los organismos complejos terrestres somos sólo una feliz casualidad.

Por otra parte, volviendo a centrar el foco en nuestro planeta y en términos globales, las bacterias suponen un 15% de la biomasa de la susodicha biosfera frente por ejemplo, al 80% de la de las plantas según las estimaciones más ampliamente aceptadas. La tasación de este último porcentaje es más o menos fácil y aproximada, pero no así el de las bacterias, de las que nadie se ha aventurado todavía a proponer un catálogo ni aceptablemente completo de sus variedades específicas, aparte de algunos tipos muy genéricos (tres).

Thomas Gold publicó hace años un célebre artículo, La biosfera caliente y profunda, en el que llama la atención sobre la existencia de una, digamos, sección de la biosfera integrada casi enteramente por bacterias y arqueas que prosperan en el subsuelo de la corteza terrestre hasta una profundidad de varios kilómetros bajo la superficie de las masas continentales y del fondo oceánico. Su presencia parece ser ubicua, porque se encuentran en cualquiera de las perforaciones que se practican con diversos objetivos y hasta las máximas profundidades que se han podido alcanzar.


La estimación de su biomasa, en el supuesto más prudente, podría ser dos veces la de toda la vida de la superficie. Y si a esta última le restamos las bacterias que viven con nosotros para añadir su monto a la de la biosfera profunda, la vida simple resultaría ser la mayoritaria de largo. Además, esta biosfera profunda vive con total independencia de las condiciones superficiales, incluido el suministro de energía del Sol, que sostiene en nuestro caso la vida superficial. Incluso aunque dicho suministro se viera alterado por cualquier causa, y cambiaran como cambiasen las condiciones de la superficie, esta vida simple seguiría subsistiendo imperturbable.

Como decía Stephen Jay Gould al comentar las divisiones en etapas evolutivas de la vida en la Tierra (edad de los reptiles, de los dinosaurios, de los mamíferos etcétera), en realidad “estamos en la edad de las bacterias. Lo fue en el principio y lo será siempre”.


 

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