El fin del mundo


Es una idea amplia y recurrentemente diseminada desde hace tiempo que la actividad humana está acarreando consecuencias apocalípticas para la Tierra en su conjunto. Es común oír hablar de “destrucción del planeta” o de “aniquilación de la vida” en diferentes ámbitos, incluyendo hasta algún parte meteorológico televisivo en el que se ha planteado la posibilidad de que estemos (los humanos) “haciendo el planeta inhabitable” a cuenta del cambio climático; ¡hala!.

Estas propuestas, si se molesta uno en ponderarlas con un mínimo de criterio y mesura, resultan cuando menos disparatadas, y parecen generadas desde una actitud soberbiamente antropocéntrica. Nacen de la creencia en una capacidad omnipotente de Homo Sapiens para dominar “la naturaleza” y determinar sus cursos y su configuración.

Bien es cierto que somos una especie esencialmente tecnológica, y que a lo largo de nuestra historia hemos desarrollado formas cada vez más sofisticadas para moldear el entorno a nuestra comodidad y procurarnos los recursos necesarios con eficiencia.

Por otra parte, ya somos 8.000 millones de personas sobre la Tierra, con una avidez por esos recursos que es característica de una plaga, un fenómeno por lo demás perfectamente natural que ocurre frecuentemente y a diferentes escalas, como ha ocurrido siempre a lo largo del devenir del planeta. Esta circunstancia incrementa notablemente la extensión de los entornos a moldear y el consumo de recursos disponibles evidentemente. Como consecuencia, la actividad humana tiene un impacto en esa enorme extensión de la superficie terrestre que ya ocupamos, y que es directamente proporcional a la eficiencia tecnológica para modificarlos y extraer de ellos, con todos los procesos derivados, cuanto es menester para saciar nuestra desmesurada voracidad.

Este impacto, en definitiva, se cifra en modificaciones severas del medio, contaminación y, con efectos más globales y descontrolados, calentamiento global, que a su vez conlleva una retahíla de consecuencias derivadas: cambio climático, extinción de ciertas especies etc.

Pero nada de esto es nuevo. Ha ocurrido varias veces en nuestro planeta a lo largo de su existencia, en la que los cambios climáticos provocados por causas diversas son la norma, no una excepción. La propia vida (entendida como fenómeno natural), que entró a formar parte de su dinámica desde casi el principio, ha determinado siempre esa dinámica provocando alteraciones notables, incluso drásticas, en los procesos ambientales. Muchas veces con consecuencias dramáticas, pero nunca terminales en absoluto.

Peter Ward, en su libro La hipótesis de Medea (una obra repuntada contra la tesis de Gaia de James Lovelock que propone un mundo autorregulado en el que todo es equilibrado y hasta idílico), lista una serie de episodios de esta índole. El primero, por ejemplo, fue el conocido como Gran Evento de Oxigenación de la atmósfera, provocado por el auge de las cianobacterias fotosintéticas, que resultó letal para la mayor parte de la vida existente en aquel momento, principalmente anaeróbica e incapaz de sobrevivir en presencia del gas que ahora es vital para la vida animal compleja. Eso sí que tuvo un impacto tan poderoso como dramático. Y aquí estamos…

La misma expansión de esos organismos fotosintéticos fue probablemente el desencadenante del episodio Tierra Bola de Nieve, durante el que el planeta se congeló casi entero, excepto una estrecha franja sobre el ecuador, como consecuencia del consumo de gases de efecto invernadero por los susodichos organismos, provocando una drástica bajada de la temperatura global. Y aquí estamos…

Se podría añadir, a cuenta de los cambios con secuelas devastadoras para la vida causados por la vida misma, el suceso, también sólidamente documentado ya, de los “océanos de Canfield”, un periodo durante el cual los mares fueron tóxicas masas de agua que imposibilitaron el desarrollo de la incipiente vida compleja. Pero aquí estamos…

Y además tenemos las extinciones masivas de especies provocadas por otras causas, como la del Pérmico-Triásico, en la que fue borrada de la faz de la Tierra en torno al 90 por ciento de la vida existente en aquel momento. Se suele argüir la cuestión del ritmo de cambio característico de estos hechos, mucho más pausado que el del cambio derivado de la actividad humana, pero también tenemos el caso del famoso choque de un asteroide hace 65 millones de años, un acontecimiento súbito y apocalíptico, más tremendo y rápido que la perturbación humana en curso. Por cierto, si los humanos estamos aquí endiosados en nuestra cumbre sobre la naturaleza, es en gran medida porque aquello ocurrió, abriendo la vía para la rápida evolución de los mamíferos.

Las dinámicas de la Tierra han cambiado su rumbo en todas esas ocasiones, pero en ninguna de ellas la Tierra ha perdido el paso.

En fin, el impacto en el planeta de Homo sapiens será, sean cuales sean sus resultados, uno más en la secuencia de alteraciones ocasionales provocadas por la vida. En este sentido, se nos puede considerar simplemente como una causa natural más, y la intensidad de nuestra perturbación está lejos de acercarse siquiera a la de acontecimientos como el último de los citados, por ejemplo. Hagamos lo que hagamos, la Tierra continuará tan campante a largo plazo; una idea reconfortante frente a los heraldos del Armagedón.

Lo que sí estamos destruyendo con saña es el propio mundo humano que, en nuestra soberbia y erróneamente, asimilamos al conjunto del planeta. Nos llevaremos por delante algunas especies sin duda, pero la Tierra volverá a seguir su camino sin perder el paso.

Para terminar, hay que admitir que efectivamente somos una especie con características excepcionales, entre las que se incluyen la consciencia de nuestros actos, la previsión y medida de sus efectos, y la capacidad para modificarlos según sea conveniente. Pero todo ésto, lamentablemente, no pasa de ser una suposición, porque hasta el momento no se aprecia el más mínimo síntoma fehaciente de que vayamos a hacer nada para enmendarnos. Nosotros mismos.

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