Vida simple/vida compleja; un candente problema evolutivo

El proceso evolutivo experimentado por la vida en la Tierra, globalmente considerado, está sujeto a un constante y enconado debate científico que enfrenta a dos tesis en torno a la cuestión de cómo cursa este proceso. Por un lado está la que plantea la evolución como un desarrollo biológico predeterminado en una dirección progresiva por el fenómeno de la convergencia, uno de cuyos más insignes representantes es Simon Conway Morris, para quién la vida se enfrenta a problemas que sólo admiten un número reducido de soluciones impuestas por las leyes físicas que se encontrarían una y otra vez gracias a la acción de la selección natural. Esto incluye el desarrollo de la inteligencia, una buena solución evolutiva porque confiere una gran capacidad adaptativa, y es de esperar que surja necesariamente en cualquier parte donde la vida florezca. De acuerdo con esta concepción, si se pudiera “resetear” la biosfera dejándola en sus estadios primigenios, volvería a progresar por los mismos canales y daría lugar a similares organismos una y otra vez. Enfrente se sitúan los científicos que introducen la contingencia como un elemento determinante clave en el curso de la evolución, entre los que hay que destacar al que fue uno de sus más activos defensores, Stephen Jay Gould. Para éstos, el devenir evolutivo se traza a golpe de casualidades que modifican su rumbo en direcciones imprevisibles, ninguna de las cuales está inherentemente prefijada.

La recurrencia en el desarrollo de ciertas capacidades como el vuelo o la visión en diferentes líneas evolutivas que, independientemente, han llegado a diseños similares, parece avalar la primera propuesta. Pero esto acabó por ocurrir en el seno de la vida compleja una vez ésta se hizo presente, y la piedra angular del asunto discutido es precisamente el salto desde los procariotas a los eucariotas y finalmente a los metazoos, bajo el que subyace una duda inquietante: ¿por qué tardó la vida compleja tanto tiempo en acabar por conformarse a partir de los primeros organismos? ¿Qué frenó la progresión hacia la complejidad presuntamente inherente al proceso evolutivo durante más de 3.000 millones de años? Una respuesta habitual a estas preguntas es que fue necesario un previo desarrollo de la multicelularidad, lo que llevó su tiempo, aunque no parece muy convincente si tenemos en cuenta que, al igual que las facultades antes mencionadas, la multicelularidad se había desarrollado de hecho varias veces durante ese tiempo y en distintos linajes, sin llegar mucho más allá de una simple agregación de individuos en ningún caso. La auténtica complejidad, entendida en términos de diferenciación tisular y fina especialización celular apareció en un suceso súbito y puntual que sólo puede explicarse recurriendo a la contingencia. Dos son los hechos cruciales que permitieron este desenlace: en primer lugar la aparición de la célula eucariota, constituyente exclusivo de todo organismo complejo, y después la elevación de la concentración de oxígeno en la atmósfera y los océanos, el único elemento capaz de dar sostén energético al costoso metabolismo de la vida compleja. Ambos son de naturaleza contingente y bien podrían no haberse producido jamás.

La constitución de la célula eucariota es todavía un tema de estudio lleno de controversias, pero parece haber cobrado ventaja la idea de que se trató de un suceso fortuito y único, propiciado en la confluencia de una serie de circunstancias favorables pero azarosas que desembocaron en una extraña e irrepetible quimera biológica constituida por una bacteria y una arquea. La teoría más ajustada a la idea gradual de evolución darwiniana con la que se ha intentado explicar este hito evolutivo (sostenida por científicos de la talla de Christian de Duve) es la conocida como la del fagocito primitivo, que plantea dos problemas de envergadura. Por un lado, la justificación de la existencia de un procariota de gran tamaño capaz de realizar los movimientos necesarios para realizar la fagocitosis, acción cuyos requerimientos energéticos exceden la capacidad del metabolismo de cualquier protista conocido y sólo parecen ser provistos por la potencia oxidativa del oxígeno, que no era eficientemente aprovechada antes de la aparición de los eucariotas cuyo origen se trata de aclarar. Por otro, de haber existido realmente tal suerte de fagocito primitivo, cabría esperar que la digestión fallida que supuestamente dio lugar a los eucariotas hubiera ocurrido más de una vez si se acepta la convergencia como mecanismo vertebral y universal de la evolución, y sin embargo la asociación no se produjo más que en una ocasión en toda la historia de la vida. Una mera casualidad.

En cuanto al oxígeno, su incremento suele relatarse como un proceso de paulatina acumulación a partir de la excreción de las cianobacterias, los primeros organismos que adoptaron la fotosíntesis oxigénica como medio de vida, pero la cuestión no es tan sencilla. En contra de la más convencional creencia de que el oxígeno es un elemento tóxico (lo cual no deja de ser cierto) cuyo aumento sorprendió a la biota anterior a las cianobacterias, que resultó diezmada inmisericordemente por este veneno contra el que no disponían de defensas, se va imponiendo otra interpretación a la luz de los últimos estudios paleogenéticos. De ellos se desprende que LUCA (el organismo antecesor de toda vida presente hoy sobre la Tierra), antes de que el oxígeno estuviera presente en forma libre, era capaz no sólo de soportarlo, sino incluso de aprovecharlo como recurso respiratorio en pequeñas cantidades. No es algo extraño y adquiere sentido si tenemos en cuenta que este elemento provoca daños en los organismos a través de la formación de las conocidas como Especies Reactivas del Oxígeno, los temidos radicales libres, especies químicas que median entre el O2 y el agua. Durante la respiración se generan en este sentido, pero también aparecen en sentido inverso cuando el agua es sometida a radiación (de ahí los daños que provoca la exposición a radioactividad). Cuando LUCA medraba por los océanos primigenios los rayos UV debían generar constantemente estos radicales libres a partir del agua en la que estaba inmerso y de la que el mismo contenía en su interior, por lo que no es sorprendente que dispusiera de mecanismos para prevenir sus daños (antioxidantes), y que éstos le facilitaran al cabo el aprovechamiento de un recurso energético tan favorable. De hecho, algunos análisis genéticos sugieren que contaba con un mecanismo de conmutación entre un sistema de respiración aeróbico y otro anaeróbico que utilizaba alternativamente en función de las circunstancias químicas. Así, es probable que desde el mismo momento en que el oxígeno empezó a ser producido, empezara también a ser consumido en la misma medida, tanto en reacciones de oxidación de minerales superficiales y gases atmosféricos como por la biota, estableciéndose un balance que habría imposibilitado su acumulación. Es más, atendiendo a las conclusiones de los estudios realizados por Jochen Brocks y su equipo en antiguas rocas de Hamersley Range en Australia, los eucariotas estarían ya presentes hace 2.700[i] millones de años (el primer fósil fehaciente data de hace 2.100 millones de años), prosperando con el aprovechamiento de todo el oxígeno disponible y manteniendo en todo momento el balance neutro entre el generado y el utilizado; un balance que bien podría haber permanecido invariable de no haber sido por la concurrencia de un suceso circunstancial: el desencadenamiento del primer episodio Tierra Bola de Nieve hace 2.300 millones de años. Este fenómeno, de causas aún no aclaradas, se prolongó durante 35 millones de años, y supuso el avance de una espesa capa de hielo (de en torno a 1 km de grosor) que cubrió ambos hemisferios hasta los trópicos, bajo la cual, además, se intensificó la actividad tectónica. Según Joseph L. Kirschvink (autor de la expresión Snowball Earth), al retirarse finalmente los hielos, una ingente cantidad de minerales y nutrientes erosionados por los glaciares acabaron en los océanos propiciando un aumento explosivo de las poblaciones de cianobacterias, cuya excreción de oxígeno excedió amplia y puntualmente la capacidad de consumo del sistema, dando lugar a la elevación de su concentración hasta entre un 5% y un18% en la atmósfera. Este primer pulso se estabilizó al cabo mientras que los eucariotas se diversificaban y extendían por todos los nichos ecológicos disponibles y el balance se restableció hasta que un suceso similar, ocurrido hace 750 millones de años, acabó por elevar la cantidad de oxígeno atmosférico hasta los niveles actuales más o menos, preparando las condiciones para el gran estallido irradiativo del Cámbrico.

Preston Cloud ha hecho notar que los eventos evolutivos más destacados desde el precámbrico están acoplados con cambios en la concentración de oxígeno libre, de forma que cada elevación en los niveles de este elemento se asocia a prolíficas irradiaciones biológicas (eucariotas), mientras que las caídas quedan relacionadas con las extinciones masivas.

En conclusión, la vida simple presenta la inmediatez y la tenacidad de lo que es inevitable, y se generó en nuestro planeta apenas éste quedo formado a partir de ciclos químicos organizados en el seno de flujos de energía en concordancia con las leyes termodinámicas que rigen la dinámica de la materia, por lo que es de esperar que surja en cualquier lugar en el que se verifiquen unos pocos requerimientos básicos. La vida compleja parece un asunto muy diferente que precisó de algunos acontecimientos poco probables, fortuitos, y difícilmente repetibles. Ningún organismo complejo habría sido posible sin que se constituyera previamente una entidad biológica realmente extraña, la célula eucariota, a partir de una agregación insólita de dos organismos simples, lo que no tuvo por qué ocurrir necesariamente. Y tampoco lo hubiera sido si el curso de los acontecimientos geoclimáticos no hubiera roto en algún momento el equilibrio dinámico establecido entre la producción de oxígeno por las cianobacterias y su consumo por muchos otros organismos entre los que destacaban los eucariotas, dando pie a varios aumentos episódicos en su concentración que permitieron a estos últimos avanzar hacia la complejidad.

Si se pudiera reiniciar repetidamente la historia de la Tierra, cabría esperar que la vida simple surgiera indefectiblemente una y otra vez, pero podría ser que en muchos casos fuera la única vida que apareciera; o quizá en alguna contada ocasión volvieran a constituirse organismos similares a los eucariotas que a la postre no llegaran nunca más allá de la unicelularidad o de la constitución de colonias celulares en el mejor de los casos. Las innumerables contingencias posibles determinarían cada vez el curso de los acontecimientos por cauces imprevisibles e inimaginables.



[i] En los análisis de las muestras, cuidadosamente preservadas de posibles contaminaciones, se encontraron cantidades significativas de esteranos complejos, unos componentes exclusivos de las membranas celulares eucariotas

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