El extraño caso de la aparición del sexo (mitocondria 3)

Una vez constituida la sociedad eucariota en los términos cuyas líneas fundamentales hemos ya tratado (es decir, sobre la mutua conveniencia centrada inicialmente en torno al hidrógeno antes de derivarse hacia la explotación del potencial del oxígeno que acabó por impulsar la evolución del nuevo dominio), tenemos a nuestra mitocondria aislada en el seno de su hospedador entregada principalmente a la producción de ATP; reducida, se podría pensar, a una situación de rendida esclavitud, de mero orgánulo tristemente aprisionado y sin voz ni voto en el desarrollo de la nueva entidad. Nada más lejos de la realidad. El huésped conservó una influencia determinante derivada de sus propias necesidades e intereses como organismo independiente que una vez fue, y que no quedaron ni mucho menos excluidos en su nueva situación; entre otras cosas, y como también adelantamos, satisfacerlos llevó a la aparición del sexo, esa rocambolesca estrategia reproductiva cuya extensísima vigencia tanto a dado que pensar a los investigadores a lo largo de muchos años.

Se suele alegar que el sexo conlleva la ventaja de ser un método más eficiente que la fisión genética binaria para mantener en buenas condiciones el genoma, porque la recombinación y la disponibilidad de dos copias de cada gen (diploidía), enmascaran y palian los errores que inevitablemente se producen durante su funcionamiento. Esto en lo que concierne al individuo. Subiendo un peldaño más hasta el nivel de especie, el sexo permite una rápida dispersión de versiones modificadas de genomas que incrementa la variabilidad y multiplica las posibilidades de adaptación a circunstancias ambientales cambiantes. Pero estas son ventajas sobrevenidas, y la evolución no es prospectiva; no mira hacia el futuro previendo las consecuencias de su influjo para prefijar una determinada dirección de avance, así que queda por explicar qué fue lo que determinó la adopción de un procedimiento tan costoso y aparentemente desfavorable que, no obstante, se ha impuesto evolutivamente con contundencia en la práctica totalidad del mundo eucariota.

Neil Blackstone ha aventurado una interesante teoría para arrojar luz sobre el asunto. Según su planteamiento, en cuanto las protomitocondrias quedaron integradas en su hospedador, vieron limitada su capacidad para proliferar libremente, empeño básico de todo ser vivo. Ni siquiera les quedó la posibilidad de eliminarlo para buscar otro en el que introducirse (hay científicos que defienden que la integración eucariota se basó originariamente en una relación parasitaria sujeta a estas condiciones en vez de simbiótica), puesto que su propia pervivencia había quedado indisolublemente ligada a la del conjunto que formaba con el organismo que lo albergaba. La reproducción tenía que ser también común, pero dependía en principio de la iniciativa del hospedador. Si cesaba por falta de nutrientes, la protomitocondria, que canaliza su procesado para la obtención de energía, habría notado la circunstancia permaneciendo igualmente en espera pero, si habiendo abundancia la célula hospedadora inhibía su actividad por daño genético, habría aparecido un conflicto, porque la protomitocondria no podría reproducirse como sería su interés inmediato sin comprometer la supervivencia común. Entonces, la protomitocondria encontró la forma de inducir la fusión de su hospedador con otra célula, de forma que se pudiera reparar el daño por combinación de sus genomas, a través del control que tiene sobre el flujo de radicales libres inherentes a la respiración aeróbica: en las levaduras, el daño que estos radicales causan en su ADN es el factor que activa el proceso de fusión sexual, y en el alga Volvox, es su mero aumento citoplasmático lo que lo pone en marcha. Este mecanismo básico, además, constituye una clave en la activación de los procesos de muerte celular programada, lo que explica por qué sexo y muerte son fenómenos que se iniciaron simultáneamente y que han estado acoplados durante la evolución del linaje celular.

Como destaca Nick Lane al reseñar la teoría de Blackstone, este mecanismo, basado en la misma maquinaria bioquímica que aporta la mitocondria, proporcionó inicialmente ventajas similares en dos niveles consecutivos de complejidad. En el caso de organismos unicelulares, el sexo sirvió para reparar daños genéticos, y en una instancia superior y posteriormente, la apoptosis permitió reparar daños corporales en organismos pluricelulares.

Ahora bien, esta solución no implica necesidad de géneros diferenciados, ni tampoco de que éstos sean dos justamente. Bien mirado, dos es el número más desfavorable de los posibles, porque disminuye a la mitad las posibilidades de apareamiento; cualquier otro sería mejor, uno (es decir, ausencia de género), o tres, cuatro… pero, aunque se puede referir alguna que otra excepción, dos son los géneros que se han impuesto a lo largo y ancho del dominio eucariota como complementarios sexuales, y de nuevo la mitocondria es la responsable de que esto haya ocurrido.

Como es bien sabido, no todos los genes de la mitocondria han sido transferidos al núcleo celular a lo largo de la evolución, y ésta conserva algunos que se han hecho famosos como el ADN mitocondrial cuyo estudio condujo hasta la célebre Eva africana. Este pequeño conjunto de genes es imprescindible para posibilitar un control preciso e instantáneo de la actividad del orgánulo, coordinado con el ADN nuclear, en función de las necesidades del organismo. La exacta sincronización de ambos se vería comprometida si, en cada célula, la población de mitocondrias presentara incluso pequeñas diferencias por proceder de fuentes diversas (progenitores) en lugar de sólo una, lo que entorpecería la ajustada regulación del proceso respiratorio con trágicas consecuencias.

La permanencia de estos genes fuera del núcleo, por otra parte conlleva una seria desventaja derivada de la peligrosidad del oxígeno, un elemento tan poderoso como tóxico. Los radicales libres que inevitablemente se liberan durante su uso producen daños en este ADN que no se pueden reparar al no existir más que una copia; daños que se van acumulando a lo largo de la vida mermando paulatinamente la funcionalidad de la mitocondria, en un fatídico desgaste que, como veremos, acaba acarreando la muerte después de un periodo de progresiva decrepitud. Evidentemente, no parece muy conveniente transmitir a las nuevas generaciones dotaciones mitocondriales ya deterioradas, y conviene asegurarse de que la descendencia cuente con un juego de mitocondrias flamantes para empezar su vida. Así, el sexo ha evolucionado en el sentido de reservar un género a la transmisión, a través de la línea germinal, de sólo un genoma mitocondrial dentro de mitocondrias a estrenar, tarea que corresponde al femenino (los óvulos se forman muy pronto en la fase embrionaria y permanecen en letargo hasta su fecundación recibiendo, según se cree, ATP a través del folículo que los rodea y con sus mitocondrias intactas), mientras que el masculino simplemente aporta la mitad del ADN nuclear y sus mitocondrias son cuidadosamente excluidas en la formación del huevo. Y en ambos casos, los individuos no son sino cuerpos desechables cuya única finalidad es transmitir sus células germinales, y cuya pervivencia posterior deviene superflua.

Como apostilla Lane, aplicando esta perspectiva a la consabida cuestión de qué fue primero, la gallina o el huevo, la respuesta resultaría ser que primero fue éste, y la gallina no es sino su medio para producir más huevos.Justificar a ambos lados

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