Breve historia del Oxígeno (mitocondria 2)

Para seguir completando el perfil de la mitocondria y conseguir una adecuada valoración de su fundamental papel en la configuración de nuestro mundo, será necesario como paso previo esbozar un panorama histórico de cómo se llegó a incorporar a éste el oxígeno, el elemento con el que nuestra protagonista extrae la energía que lo mueve en buena medida. Hablar de oxígeno, así a pie de calle, es evocar la idea de aire fresco y puro llenando un cielo azul, de aguas cristalinas, de respiración plena; de un requisito imprescindible para la vida en suma, mientras que sugerir su ausencia suscitaría sin duda angustiosas sensaciones de asfixia y muerte. No es sorprendente por cuanto efectivamente el oxígeno es el soporte básico para cualquier eucariota, (incluso los autótrofos lo precisan), que lo necesitamos para obtener la energía que nos mantiene vivos imperiosamente; apenas unos minutos privados de él nos supondría una muerte fulminante. El oxígeno se considera así consustancial a nuestro planeta, aunque no siempre ha estado aquí en forma libre, y su acumulación en la atmósfera y en los océanos fue consecuencia de una serie de sucesos, algunos contingentes, que empezaron con el desarrollo de la fotosíntesis oxigénica a cargo de las cianobacterias hace quizá 3.500 millones de años (las cifras temporales son dispares y controvertidas, y los primeros registros fósiles inequívocos datan de hace 2.700 m.a.), un episodio que requiere alguna puntualización por cuanto resulta un tanto extraño.

La fotosíntesis anoxigénica se remonta a apenas un instante, en términos geológicos, después del origen de la vida. Las primeras formas de vida aprendieron pronto a aprovechar la energía del Sol para extraer electrones de moléculas como el sulfuro de hidrógeno o sales de hierro que luego hacían “caer” por sus cadenas de transporte respiratorias aprovechando su energía bien para fabricar azúcares a partir de CO2, bien para generar ATP, es decir, surgieron en principio dos vías fotosintéticas diferentes correspondientes a los actuales fotosistema I y fotosistema II respectivamente (y que funcionan en orden inverso a sus números ordinales), que en principio divergieron evolutivamente para volver a unirse posteriormente en las cianobacterias. El producto de desecho que se genera en esta fotosíntesis anoxigénica es azufre elemental o hierro férrico según el sustrato utilizado. Ahora bien, disociar moléculas de agua para extraer sus electrones es mucho más difícil en términos energéticos, lo que plantea la cuestión de qué motivó la adopción de este complicado mecanismo. Desde luego no fue la escasez de los materiales básicos utilizados en la anoxigénica, abundantes en los océanos hasta mucho después de la aparición de la fotosíntesis oxigénica. Según una idea propuesta por John Allen, inicialmente los dos sistemas acabaron juntos en los ancestros de las cianobacterias, y se utilizaban alternativamente según las condiciones del entorno, de forma que, si había nutrientes disponibles, producían azúcares y las demás biomoléculas necesarias, y cuando estos escaseaban se conmutaba el sistema para mantenerse produciendo ATP hasta que, gracias a una pequeña mutación, se desactivó el interruptor que los seleccionaba, una mutación que resultó muy favorable porque superaba el problema de atasco electrónico que los dos sistemas podían sufrir funcionando por separado. Finalmente, la capacidad de escindir el agua vino añadida, como explica William Martin en otra elegante idea, al incorporar un pequeño dispositivo mineral hecho de manganeso, elemento que de hecho ya utilizaban las bacterias como escudo contra el poder destructivo de la radiación ultravioleta.

Pero aún hay otra cuestión importante a dilucidar para justificar el paso a la fotosíntesis oxigénica basada en la disociación del agua, y es que su producto de desecho, el oxígeno, es un potente tóxico capaz de matar, en principio, a cualquier bacteria, incluidas las cianobacterias que empezaron a secretarlo. O al menos esto es lo que plantean las tesis más convencionales: protegidas las cianobacterias con novedosos sistemas antioxidantes, empezaron a excretar el venenoso gas que, después de oxidar todo lo oxidable, acabó por acumularse poco a poco en el aire y el agua exterminando a numerosas especies de organismos que no lo toleraban en la primera extinción masiva que sufrió la biosfera terrestre. Al cabo, algunos organismos aprendieron a vivir gracias a su utilización como elemento central de sus procesos respiratorios, entre ellos los ancestros de nuestras mitocondrias, que acabaron integrándose simbióticamente con otros dando lugar a las células eucariotas. Sin embargo se puede plantear un relato muy diferente de los acontecimientos a la luz de las pistas que parecen indicar que las defensas contra la toxicidad del oxígeno, los antioxidantes, ya estaban disponibles para la vida antes de que éste se encontrara en forma libre en grandes cantidades. Es el caso de la catalasa, una enzima que cataliza la conversión de peróxido de hidrógeno (H2O2, uno de los temidos radicales libres de los que se conocen como especies reactivas del oxígeno) en O2 y agua. La disponibilidad de esta herramienta metabólica hizo posible la aparición de la fotosíntesis oxigénica en las cianobacterias, que gracias a ella tenían a mano un medio de bregar con el peligroso producto de su actividad: uniendo dos unidades de catalasa construyeron una estructura donde confinar las formas más reactivas de oxígeno liberadas al romper el agua, el Complejo Productor de Oxígeno.

En cualquier caso, desde que se inició la producción biológica del gas hasta que su concentración aumentó transcurrieron al menos varios cientos de millones de años, demasiados para que el proceso consistiera en una mera y paulatina acumulación a partir del momento en que todo sobre la superficie estuvo oxidado y el exceso empezara a permanecer en forma libre en el agua y la atmósfera.

Para explicar esta demora, hay que tener en cuenta que, como parecen indicar los últimos análisis paleogenéticos, ya incluso LUCA (Last Universal Common Ancestor) contaba con la capacidad de utilizar pequeñas cantidades de oxígeno como elemento respiratorio, facultad metabólica heredada por su descendencia más inmediata, incluidas las cianobacterias, que aprovecharían este mecanismo para obtener energía de los azúcares que fabricaban mediante fotosíntesis usando una pequeña parte del O2 que producían. Fotosíntesis oxigénica y respiración, dos procesos inversos, estuvieron así acoplados desde el principio en un ciclo similar al que funciona ahora, y por el que el 99,99% del O2 generado en la primera es utilizado por la segunda. Se estableció así un equilibrio que mantenía unas condiciones estables, y sólo cuando fue roto por fenómenos geológicos de magnitud apocalíptica fue posible la elevación de su concentración en forma libre, concretamente el primer episodio Tierra Bola de Nieve que tuvo lugar hace entre 2.200 y 2.300 millones de años y los sucesos que llevó emparejados, unido a una intensificación de la actividad tectónica. Como consecuencia de estas dos circunstancias, la erosión glacial generó inmensas cantidades de minerales y nutrientes que, una vez derretido el hielo al cabo de 35 m.a., fueron caudalosamente depositados en los mares, donde provocaron un aumento explosivo de las poblaciones de cianobacterias, cuya producción de oxígeno se disparó excediendo la capacidad de la respiración para utilizarlo en su totalidad, y dando lugar a un primer pulso de aumento en su concentración, que la elevó hasta entre un 5 y un 18% del nivel actual. Hace unos 750 m.a., se produjo otra serie de episodios Tierra Bola de Nieve, esta vez más prolongados y crudos, que volvieron a resultar en un nuevo aumento de la concentración de O2, alcanzándose esta vez un nivel ya similar al actual.

Ninguno de estos eventos supuso una tragedia medioambiental de las planteadas por Lynn Margulis o James Lovelock; de hecho no hay trazas de ello en el registro fósil y, por el contrario, como adelantó en su día Preston Cloud, cada elevación del oxígeno pudo servir para impulsar una pujante radiación de la vida: el primero habría propiciado la aparición de la célula eucariota y su definitivo despegue como nueva línea evolutiva, y el segundo habría rematado su diversificación en la Explosión Cámbrica. Ambos se sostienen en la capacidad de la mitocondria para quemar alimento con oxígeno y aprovechar una buena parte de la energía resultante, suficientemente abundante como para abastecer a las gigantescas células eucariotas e impulsar sus movimientos fagocitarios, lo que dio pie a la aparición de la depredación, un potente motor evolutivo, en unas cadenas alimentarias que se vieron además ampliadas con varios eslabones. Sólo usando oxígeno, a través de la mitocondria, pudieron los eucariotas agregarse en animales pluricelulares con infinitas posibilidades de evolución morfológica, y gracias al oxígeno se pudieron formar al cabo las estructuras de sostén que posibilitaron la conquista de tierra firme, construidas de colágeno en el caso de los animales y de lignina en las plantas, dos moléculas que tienen en el oxígeno su componente esencial.

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