¿Qué es la vida?


La pregunta, planteada sin previo aviso y sin dejar margen para una mínima reflexión quizá resulte un tanto absurda o improcedente, pero si se intenta concretar una respuesta una vez traspuesta la sorpresa inicial, aparece un problema de grandes dimensiones que frecuentemente aboca hacia una contestación más bien elusiva del tipo “no se sabe, pero se reconoce cuando se ve”, una respuesta de campanario que nos deja exactamente en la misma situación inicial pero ahora con la sensación de enfrentar un misterio insondable.

Algunas de las más preclaras mentes que ha dado la humanidad han dedicado parte de su tiempo a esbozar una definición con limitado éxito y escaso consenso, aún cuando en su mayoría han abordado la cuestión a partir de la vida conocida que, por debajo de su exuberante diversidad de formas, corresponde a un único tipo: vida de ADN basada en el carbono que elabora proteínas para desarrollar su metabolismo a partir de 20 aminoácidos (siempre 20 e invariablemente los mismos 20), según la información contenida en ADN y transcrita en relación al mismo código genético universal.

Erwin Schrödinger se planteó el problema en su libro ¿Qué es la vida?, la primera de una larga serie de obras que, con el mismo título en muchos casos, han abordado posteriormente el espinoso asunto. Desde su condición de físico, cifró las características distintivas de la vida en su capacidad para eludir el general declive hacia el aumento de entropía que conduce cualquier proceso físico mediante el uso de dispositivos que cambian el desorden por orden, absorbiéndo éste del entorno como “entropía negativa”. Paul Davies y Freeeman Dyson (también físicos) ensayaron una definición basándose en los procesos que la vida desarrolla, algunos de las cuales ponen de manifiesto que es algo más que un mero conjunto de maquinarias químicas que degradan materia y energía para mantener su orden interno invariable. Según Davies y Dyson la vida metaboliza, es compleja y organizada, se reproduce, se desarrolla, evoluciona y es autónoma. Estas tres últimas capacidades, exceden las de un agregado de procesos químicos mecánicos. Carl Sagan, posteriormente, elaboró una definición que fue adoptada por la NASA como referencia para sus futuras misiones de exploración, según la cual la vida es cualquier sistema químico autosostenido capaz de experimentar evolución en sentido darwiniano.

El asunto es de la mayor importancia científica, sobre todo en el campo de la astrobiología, un relativamente nuevo pero muy pujante ámbito de investigación cuyo objetivo fundamental, como cabe suponer, es ponderar la posibilidad de existencia de vida en otros lugares del universo (incluido nuestro Sistema Solar) y, en última instancia, su búsqueda. Instituida como una materia transdisciplinar en la que se engloban áreas de estudio propias de la astronomía, la geología, la química y por supuesto la biología, la astrobiología ha asumido problemas básicos cuya solución le sirva de fundamento, entre ellos el origen de la vida, que proporcionará claves importantes a la hora de indagar tras su rastro más allá de la Tierra. Otra de las cuestiones básicas que se plantean en este amplio y apasionante campo del conocimiento es precisamente disponer de un concepto claro de lo que puede considerarse vivo y qué características podrían presentar otros tipos de vida distintos del único presente en la Tierra, para facilitar una idea de que podría buscarse y asegurarse de que, si eventualmente se encuentra alguno, sea reconocido como tal y no pase inadvertido. La cuestión no es fácil, como se puede comprender teniendo en cuenta que ni siquiera existe un criterio bien definido y ampliamente aceptado para determinar si algunas formas orgánicas en nuestro propio planeta se pueden considerar vivas, caso de los virus, sobre cuya condición de estructura viva o inerte existe un desacuerdo que se prolonga prácticamente desde su descubrimiento y que no tiene visos de ser zanjado en el futuro inmediato.

Intentando aportar alguna luz al debate, Peter Ward parte de la premisa de que cualquier forma de vida está constituida por moléculas inertes y plantea la pregunta de en qué nivel de organización se puede empezar a hablar de vida. De las numerosas tentativas de definición propuestas, extrae la conclusión de que la vida comienza en un entorno en el que la geoquímica queda tramada con nuevas reacciones químicas autosostenidas, replicantes y evolutivas entre moléculas orgánicas, dando cabida a formas de vida que podrían ser mucho más simples que las que conocemos porque, incluso la más simple de las bacterias es un sofisticado organismo, y quizá su complejidad no tenga por qué establecerse como la mínima imprescindible para componer algo vivo. Quizá la asombrosa complejidad de la vida que conocemos vele la comprensión de formas de vida más simples, algunas de las cuales podrían estar todavía presentes en nuestro planeta (véase La segunda génesis). En este sentido, Ward aboga por la consideración de los virus, por ejemplo, como estructuras vivas surgidas a la vez que la vida celular y especializadas en su parasitación, un estilo de vida que ha determinado su configuración actual. Su incapacidad para mantener ningún tipo actividad fuera de un hospedador apropiado es similar a la que muestran algunas bacterias parásitas como Chlamydia, no mucho más compleja en estructura que los más sofisticados virus, o incluso a la de algunos otros parásitos eucariotas de cuya condición de seres vivos nadie se atrevería a dudar, como Giardia o Cryptosporidium. Otro aspecto básico de los conceptos de vida es que se ajusta a un criterio individual, celular, que Ward pone en cuestión planteando la posibilidad de que un ecosistema pueda estar vivo aunque sus constituyentes, separadamente, no lo estén, aplicando el mismo modelo que rige a escala celular cuyas moléculas y demás componentes son materia inerte una por una, y sólo la propia célula en su conjunto es una entidad viva. Así, antes de que la vida terrestre emergiera, probablemente habría cientos de tipos de protocélulas, genes desnudos, cosas parecidas a virus o a priones, inertes cada uno pero componiendo un conjunto que cumpliría en su totalidad todos los requerimientos de la vida apuntados por Davies y Dyson.

En cualquier caso la vida terrestre, los descendientes de LUCA, surgió de esta profusión de tipos diferentes imponiéndose como la forma preeminente si no la única. Es un tipo de vida basada en compuestos de carbono que interaccionan en el seno de agua líquida según las prescripciones precisas contenidas en ADN, y limitada por una membrana lipídica, a la que bastantes equipos de científicos están buscando alternativas plausibles susceptibles de ser tenidas en cuenta como previsión. William Bains, por ejemplo, asegura que los entornos líquidos en los que la vida puede desarrollarse son numerosos, y muchos de ellos están disponibles en el Sistema Solar: océanos de amoniaco en Calixto, Europa y Titán, lagos de metano o etano también en la superficie de este último satélite e incluso nitrógeno líquido. Es cierto que las características químicas del agua la convierten en un disolvente insuperable, pero sólo en cierto rango de temperaturas, precisamente el que se da en la Tierra, que no son muy habituales en el universo, en el que son más frecuentes temperaturas mucho más altas o mucho más bajas, bajo las que otros disolventes devienen más favorables para otro tipo de reacciones bioquímicas. En entornos adecuados, podrían imaginarse bioquímicas que se desarrollaran en amoniaco líquido como la analizada por Steve Banner y su equipo. Sería un tipo de vida alienígena con un sistema de delimitación muy diferente a nuestras membranas lípidicas en el que el oxígeno sería sustituido por nitrógeno en las cadenas de carbono, pero químicamente viable. También se ha contemplado la posibilidad de vida ácida, vida constituida a partir de compuestos de silicio de tipo silano y, como variante de la vida terrestre, pero vida alienígena a fin de cuentas, organismos con ARN o con proteínas como almacén de información.

Para complicar el debate en torno a estas cuestiones, necesariamente especulativas hasta que eventualmente alguna hipótesis se vea confirmada, se presenta el asuntos de la convergencia, una característica inherente a la evolución, que a su vez es consustancial a la vida; la evolución determina la adaptación constante de la vida, y sin adaptación esta no podría subsistir. La convergencia es un fenómeno biológico sólidamente documentado a lo largo de la historia de la biosfera y perfectamente comprensible si se piensa que, en realidad, no hay muchas formas de moverse a través del agua o del aire eficientemente. Quizás se pudiera concluir en el mismo sentido respecto de otros aspectos de la vida. La clorofila por ejemplo, el pigmento fotosintético por excelencia parece ser la molécula más eficiente en la captación de energía de la luz y, aunque se pueden apuntar algunas deficiencias en su funcionamiento, nadie ha conseguido (y se ha intentado) diseñar una molécula alternativa mejor, por lo que se podría esperar que la convergencia hubiera conducido hacia esta particular estructura química en cualquier lugar en el que surjieran organismos que aprovechen la luz, una fuente de energía ubicua en el universo. El carbono podría ser también el elemento que, dadas sus características, se estableciera convergentemente como el armazón idóneo de las biomoléculas para su interacción, y tal vez hasta los ácidos nucléicos sean la forma más eficaz de almacenar la información necesaria para el control de la dinámica biológica allí donde se desarrolle. La convergencia determinaría así alienígenas que, al menos en entornos similares a la Tierra, no serían radicalmente diferentes a las formas de vida terrestre. Conviene puntualizar que, de cualquier forma, como previene Ward (y en este punto sí que el consenso es amplio) si se encuentra vida será muy probablemente microbiana, porque la vida compleja, en principio, se debe considerar un caso particular de nuestro planeta sujeto a contingencias muy específicas de baja probabilidad. Aunque esta cuestión también está sometida a un intenso debate igualmente hipotético y no menos interesante.

En definitiva, no hemos conseguido esbozar siquiera una definición nítida de qué pueda ser la vida y además hemos puesto en duda que sea inmediatamente reconocible cuando se ve, incluso en nuestro propio planeta y aparte de la única, hasta el momento, vida conocida. Aunque, si asumimos las expectativas de un creciente número de científicos, los proyectos de exploración programados para los próximos años proporcionarán datos trascendentales para empezar al menos a disolver dudas.

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