La biosfera “biocida”

En el año 1979 el químico británico James Lovelock publicó su famoso libro Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra, en el que desplegó las bases de su hipótesis, llamada hipótesis de Gaia, que proponía la existencia del superorganismo del mismo nombre, integrado por la Tierra y todo cuanto la constituye incluida la biosfera. Todos estos elementos según Lovelock se articulan en un sistema cibernético, es decir, autorregulado, que tiende a mantener las condiciones adecuadas para seguir existiendo, lo que implica preservar todos esos elementos. La vida, por lo tanto, en su interrelación con otros mecanismos de Gaia (ciclos geológicos, químicos, atmosféricos etc) procura la permanencia de las condiciones que le permiten desarrollarse, bien entendido que no se trata de una entidad consciente, y su funcionamiento se basa en una serie de procesos autorreguladores automáticos de retroalimentación negativa (o sea, que operan contrarrestando las variaciones de composición, temperatura, etcétera que pueden devenir perjudiciales para el equilibrio del conjunto).

Este primer libro fue el primero de toda una serie, algunos escritos en colaboración de Lynn Margulis, en los que desarrolló esta hipótesis que, al margen de su validez, ha dado lugar a todo un nuevo campo de investigación, las Ciencias del Sistema Tierra, dentro del cual se han conseguido importantes avances en el conocimiento de la dinámica planetaria. Por otro lado, el concepto de Gaia ha servido de fundamento a numerosos movimientos ideológicos de toda laya que van desde el ecologismo al misticismo.

La hipótesis en sí, en cambio, ha sido objeto de debate científico desde su publicación, y ha llegado a merecer serias objeciones en muchas de sus principales líneas argumentales. Peter Ward, paleóntologo de la Universidad de Washington y prolífico autor de libros de divulgación científica ha sido uno de los más activos detractores de la teoría de Lovelock, que finalmente ha tratado de rebatir sistemáticamente en su libro The Medea Hipothesys: Is life on Earth ultimately self-destructive?. El propio título se ha elegido en contraposición al de Lovelock; frente a Gaia, madre protectora y dadivosa, Ward ha elegido a Medea, otro personaje de la mitología griega que fue esposa de Jasón y que, despechada, acabó asesinando a los hijos habidos con él. Porque del análisis de Ward se desprende que la vida, lejos de ser un elemento regulador del planeta y principal responsable de la “homeostasis” (mantenimiento de las condiciones idóneas) que predica Lovelock, es biocida y, en última instancia, suicida, y será la responsable de su propia desaparición.

En principio, los individuos integrantes de cada especie son seleccionados en orden a maximizar su capacidad de supervivencia, pero la interacción entre especies sobre el medio físico provoca efectos que no son regulados por la evolución y son perniciosos para la vida en su conjunto. Esta fatal circunstancia, como argumenta Ward, está marcada por el carácter darwiniano de la vida, que hace evolucionar cada especie en el sentido de procurar mejores formas de obtener alimento o de reproducirse, a la vez que modos más eficientes de evolucionar. Así, cualquier especie es empujada hacia su preeminencia sobre las demás, con las que sólo mantiene un equilibrio circunstancial que ha quedado roto fatal y recurrentemente a lo largo de la historia de la vida. La vida es inherentemente competitiva y tiende a expandirse más allá de la capacidad de soporte del medio. De este comportamiento se deriva su condición de agente toxificante y su tendencia a imponer la extinción o la emigración de unas especies sobre otras en los ecosistemas que conforman, tendencia que se refuerza con mecanismos de retroalimentación que son positivos en la mayoría de los casos, y no negativos como propone Gaia (el efecto venenoso de ciertas formas de vida o la imposición de una especie sobre otras se autorrefuerzan según se producen en vez de desencadenar efectos moduladores, y también es positiva la influencia de la dinámica biológica en ciertos procesos geoquímicos y atmosféricos).

En su larga y bien apuntalada argumentación, Ward contradice los postulados fundamentales de Gaia a la luz de los últimos datos paleontológicos y con ejemplos de procesos bien conocidos y determinados biológicamente, como pueden ser el saqueo mediado biológicamente (sobreexplotación de recursos por un organismo que provoca la inhibición de otros), la eutrofización (abundancia anormal de nutrientes en ecosistemas acuáticos que provoca una explosión demográfica de alguna especie o especies en detrimento de todas las demás), o el envenenamiento directo, de los que el acaparamiento de recursos por el plancton oceánico o las mareas rojas son muestras fehacientes. A lo largo de la historia planetaria, los fenómenos “medeanos” han tenido gran incidencia en la historia de la vida. Uno de los más notables fue el aumento del oxígeno atmosférico (ocurrido entre hace 2.700 millones de años y 2.200 millones de años) causado por la proliferación de las cianobacterias, y que supuso la extinción de un gran porcentaje de la vida entonces presente en el planeta, anaerobia en su totalidad y para la cual el oxígeno era un potente veneno. La demora en el desarrollo de la vida compleja después de que apareciera su constituyente básico, la célula eucariota, ha merecido la atención de la ciencia como asunto desconcertante, y la explicación podría ser el estado tóxico de los océanos descrito por el geoquímico Don Canfield, mantenido durante largos periodos por superpoblaciones de bacterias reductoras de sulfato, que excretan sulfuro de hidrógeno como desecho metabólico, un producto sumamente tóxico para el resto de las formas de vida. Este mismo fenómeno puede haber sido la causa de algunas de las extinciones masivas posteriores como parecen indicar ciertos datos paleoquímicos recientes.

La vida, en el planteamiento de Ward, genera una dinámica que provocará al cabo su propio fin mucho antes de que lo marquen factores de otra naturaleza (fin de la secuencia principal de nuestro Sol). Paradójicamente, la vida dejará de ser posible por la pérdida de CO2 atmosférico, al que contribuye notablemente la existencia de las plantas, que elevan el ritmo de meteorización (captación de CO2 en reacciones con las rocas del suelo) en un factor de 4 a 10. Los modelos más optimistas predicen que dentro de 1.000 millones de años no quedará suficiente CO2 para mantener la vida vegetal, responsable en gran medida de su descenso, que desaparecerá arrastrando al resto de la vida (al menos de la vida compleja).

La única esperanza será que los humanos aprovechen su capacidad tecnológica para asumir el control de los ciclos fundamentales que rigen la dinámica planetaria e introduzcan los ajustes precisos para compensar las tendencias nocivas que la vida marca en su devenir, empezando por supuesto por solucionar las perturbaciones que nosotros mismos ocasionamos como la especie medeana por excelencia.

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