La impertinente noción de progreso evolutivo


En el entendimiento general es normal la creencia de que la vida, desde que surgió en nuestro planeta, ha ido pasando desde sus manifestaciones bacterianas iniciales más sencillas hasta los mamíferos, con el hombre a la cabeza como culmen de la evolución hasta la fecha, en una proyección orientada siempre hacia el incremento progresivo de la complejidad de sus formas. Este relato es, además de excesivamente simplista, básicamente erróneo, como puede comprobarse en un análisis detenido de la historia de la vida, tarea que ocupó una buena parte de los trabajos del famoso paleontólogo Stephen Jay Gould, combativo detractor de la idea de progreso evolutivo.
La vida surgió sobre la Tierra casi inmediatamente después de su formación, hace al menos 3.600 millones de años (probablemente antes) lo que sugiere que es una consecuencia necesaria de las leyes físicas que rigen la dinámica de la materia, y lo hizo, como no podía ser de otro modo, en su forma más simple. La vida compleja pluricelular, en cambio, no surgió hasta 3.000 millones de años después, lo que resulta chocante, como argumenta Gould, si se considera el aumento de complejidad como una vía natural prefijada. Las variaciones evolutivas azarosas que la evolución introduce sobre el modelo básico no pueden manifestarse más que en el sentido de aumentar la complejidad, toda vez que la vida comenzó ensamblada en la organización más simple posible, pero eso no implica la existencia de ninguna tendencia. El surgimiento de formas más complejas, a partir de la explosión cámbrica, aparece como fenómenos episódicos que no pueden hilarse en series evolutivas como están demostrando diversos estudios paleontológicos en curso, en los que se comprueba que, considerando cualquier forma de vida compleja que supone un incremento de complejidad respecto a un antecesor, se puede encontrar otra que ha evolucionado hacia una mayor simplicidad. Además, la aparición de la organización animal compleja tuvo lugar en dos eventos rápidos y de corta duración, uno ocurrido hace 600 millones de años, que dio lugar a la poco después malograda fauna de Ediacara, y el otro hace unos 530 millones de años, la citada “explosión cámbrica”, durante la que se establecieron todos los filos taxonómicos animales actuales menos uno, cuyo rastro no aparece hasta el periodo geológico siguiente, el Ordovícico, aunque esto puede deberse sencillamente a que no se han encontrado aún fósiles anteriores del filo. Posteriormente, sólo es posible constatar paleontológicamente variaciones sobre los modelos que surgieron que, puntualmente, y como es de esperar en un proceso de modificación aleatoria, se concretaban en formas de mayor complejidad, sin que sea posible trazar una dirección identificable como tendencia evolutiva predecible. Como resume Gould, la historia de la vida ha consistido esquemáticamente en “3.000 millones de años de unicelularidad, seguidos de cinco millones de años de intensa creatividad, rematados después por 500 millones de años de variaciones sobre pautas anatómicas ya afincadas”. Ante este panorama es difícil pensar en el aumento de complejidad como un proceso progresivo inherente a la vida; parece más bien que se trata de la concreción de una probabilidad estadística sujeta a diversas contingencias y que sólo ha supuesto la prolongación de la curva de complejidad por uno de sus extremos (el único en el que extenderse si recordamos que la vida necesariamente surge en un valor mínimo de complejidad) mientras que el punto máximo de esa curva sigue correspondiendo invariablemente a las formas de vida bacteriana.
Según Gould, hay tres evidencias en el registro paleontológico que desdicen de plano la existencia de una tendencia hacia un aumento de complejidad creciente como característica inherente de la evolución biológica. La primera, que es la que interesa en esta argumentación, es la persistencia de un grado de complejidad modal (el grado de complejidad más común) durante toda la historia de la vida: el bacteriano. La estructura bacteriana ha sido el modo organizativo más frecuente de la vida desde su inicio hasta nuestros días; la moda de complejidad (moda es el parámetro estadístico que indica el valor más repetido en una muestra) imperante de forma invariable. Según palabras de Gould, “estamos en la edad de las bacterias. Lo fue desde el principio y lo será por siempre mientras la Tierra aguante”. Efectivamente, las bacterias en las que no se suele reparar desde nuestra perspectiva quizás un tanto estrecha y miope son seres omnipresentes. Cotidianamente se describen nuevas especies que parecen poder vivir en casi cualquier parte explotando todos los recursos energéticos disponibles en una diversidad metabólica que no deja de causar asombro, y constituyen una porción muy importante de la biomasa total sobre el planeta, muy deficientemente estimada. De hecho, algunos científicos, entre los que destacó Thomas Gold con su idea de la “biosfera caliente y profunda”, sostienen que la vida bacteriana ocupa una amplia franja de la corteza terrestre de varios kilómetros de profundidad (afirmación constantemente avalada por los hallazgos de bacterias en multitud de perforaciones) y estiman que su biomasa podría superar con creces a la de plantas y animales juntas.
Los partidarios de la idea de progreso evolutivo arguyen que la vida estuvo constreñida a su manifestación más simple hasta que se dieron las condiciones necesarias para emprender su natural propensión a hacerse más compleja, a saber: la previa constitución de una estructura básica que permitiera la organización pluricelular, esto es, la célula eucariota, y la disponibilidad de suficiente oxígeno, toda vez que la respiración oxidativa es la única vía metabólica capaz de proporcionar la energía requerida para el sostén de estructuras biológicas complejas. Esta tendencia obedecería a la imposición de las leyes termodinámicas, que empujan la dinámica química hacia la constitución de estructuras cada vez más eficaces en la disipación de energía allí donde existan gradientes, y se puede demostrar que la creciente complejidad conlleva un aumento en la capacidad de disipación. En cualquier caso, parece que las circunstancias que han posibilitado la aparición de vida compleja en la Tierra son contingentes, y sigue siendo imposible extraer una tendencia subyacente del análisis del registro fósil que, en definitiva y sobre cualquier consideración teórica, es el que nos muestra cual ha sido el camino recorrido de hecho por la vida desde su aparición, y nos enseña que la vida simple, bacteriana, es ubicua, perenne e indestructible, mientras que los seres superiores somos delicadas variaciones accidentales e improbables, en absoluto necesarias.

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