La clave eucariota


En su magnífico libro Los diez grandes inventos de la evolución (ed. Ariel) el bioquímico británico Nick Lane plantea una lista de los que, a su juicio, son los hitos más importantes de la historia de la vida en nuestro planeta, ordenados más o menos según tuvieron lugar a lo largo de su evolución desde que surgió hasta la constitución de la conciencia. Entre ellos, la aparición de la célula eucariota es quizá el hecho más relevante, porque a partir de él se hicieron posibles los “inventos” sucesivos; un acontecimiento crucial que dio lugar a todo un amplio dominio taxonómico, Eukarya, al que pertenecemos todas las formas de vida compleja, animales plantas y hongos, además de los protistas.
El feliz suceso ocurrió hace unos 2.000 millones de años según parece, y lo hizo sólo una vez, de forma que todos los integrantes del grupo estamos indudablemente relacionados con el mismo antepasado común, una célula ancestral dotada de unas características muy especiales y totalmente novedosas respecto de las de las viejas bacterias. La más aparente de esas características, que se ha utilizado para nombrar al dominio (cuyo significado es núcleo verdadero), es la presencia en su interior de un núcleo lleno de ADN que está envuelto en proteínas y formando cromosomas, en los que los genes no se disponen linealmente como en el caso de las bacterias, sino que están dispersos en trozos separados por largas secuencias de ADN no codificador, los intrones. Además tienen un tamaño de 10.000 a 100.000 veces mayor que la media bacteriana, su citoplasma contiene sistemas de membranas, se estructuran gracias a un esqueleto dinámico que permite cambios de forma y movimiento, se reproducen sexualmente con contadísimas excepciones, pueden fagocitar, y disponen de orgánulos especializados en funciones concretas, entre los que destacan las mitocondrias, las centrales energéticas de la célula.
De los numerosos estudios genéticos realizados para configurar el árbol de la vida iniciados en los años 70 por el microbiólogo estadounidense Carl Woese (quien estableció a partir de ellos la actual división taxonómica en los dominios Bacteria, Archaea y Eukarya), se desprende que la célula eucariota tiene un origen confuso y es el resultado de una suerte de combinación entre miembros de los otros dos grandes dominios, arqueas y bacterias. La transferencia horizontal de genes es práctica común en este ámbito microbiano, de forma que cuando se rastrean para establecer parentescos, los modelos de árbol ramificado se transforman en tupidas redes, pero la célula eucariota no surgió de un mero intercambio genético, sino que fue el resultado de una fusión entre dos organismos, algo realmente extraño, y quedó constituida como una auténtica quimera. Se barajan dos hipótesis, enfrentadas en una encendida controversia, para explicar cómo se produjo esta fusión; una es la conocida como hipótesis del fagocito primitivo, que se atiene a un criterio darwiniano y propone una integración gradual de los organismos que la originaron, y la otra, llamada la hipótesis del encuentro fatídico, plantea una unión entre dos o más células procariotas que quedaron agregadas de forma puntual y más o menos drástica en una especie de estrecha comunidad, a partir de la cual se fueron adquiriendo posteriormente, ahora ya según un patrón darwiniano de evolución, la totalidad de las características eucariotas.
Esta última es la que tiene más visos de ser acertada, como atestigua por ejemplo el hecho de que sólo pasara en una ocasión, y probablemente consistió en la unión de una arquea y una bacteria que era el antepasado libre de las actuales mitocondrias, lo que aportó a la nueva estructura biológica una fuente de energía abundante para crecer en tamaño y funcionalidad (recordemos que el aire y el agua estaban ya inundados de oxígeno, el poderoso aceptor de electrones que utilizan las mitocondrias en su respiración, desde 200 millones de años antes aproximadamente). Mientras que las bacterias respiran sobre su membrana externa, lo que limita sus posibilidades de crecimiento al ser desfavorable la relación superficie/volumen cuando aumenta el tamaño, la primigenia quimera eucariota multiplicó la membrana respiratoria en su citoplasma, y pudo obtener la energía necesaria para agrandarse y desarrollar movilidad, capacidad fagocítica, y nuevos elementos estructurales y funcionales.
Y luego vino el núcleo, en cuyo origen radica la capacidad eucariota para componer formas de vida tan variadas y adaptables como todas las que han pasado por la faz de la Tierra desde que el nuevo dominio apareció a raíz del afortunado y excepcional encontronazo. Las justificaciones de la aparición y desarrollo del núcleo han sido muchas y variopintas, frecuentemente apoyadas en la conveniencia de proteger los genes. Pero, como se pregunta Nick Lane sin encontrar respuesta alguna ¿para protegerlo contra qué? Por otro lado, si es tan favorable disponer de una estructura así, resulta extraño que no se haya desarrollado algo similar en ninguna bacteria, cuando las hay con membranas citoplasmáticas que bien podrían haber evolucionado para constituir un compartimento similar. Para esclarecer la cuestión, Lane se adhiere a la hipótesis avanzada por William Martin y Eugene Koonin; una propuesta audaz que, sin aportar pruebas más sólidas que cualquiera de las demás al uso, explica de forma satisfactoria por qué una quimera como la célula eucariota primigenia tuvo que formar un núcleo y, de paso, la extraña estructura de su ADN fragmentario y repleto de intrones.
Estos intrones derivan de un gen saltarín ancestral que infestó el genoma de la arquea tras su unión con la bacteria promitocondrial. Los genes saltarines se transcriben como parte de una cadena de ARN que se pliega conformando una estructura capaz de cortar ARN, que le permite separarse de la cadena en la que va enganchada, y hace luego de plantilla para fabricar copias de sí misma en ADN que finalmente pasan al genoma insertándose al azar. En un momento temprano de la historia eucariota, las células aprendieron a utilizar esa “tijera” para eliminar trozos de ARN no codificador aportado por los intrones antes de su transcripción a proteínas, evitando así que éstas resultaran disfuncionales. Pero estas tijeras cortan con lentitud, y si la transcripción de ADN a ARN tiene lugar en el mismo lugar donde se fabrican las proteínas, como ocurre en las bacterias, no da tiempo a que actúen para garantizar su correcta síntesis. La solución al problema consistió, según estos investigadores, en asegurarse de que el ARN con fragmentos de intrones fuera recortado adecuadamente antes de llegar a la maquinaria de ensamblaje de aminoácidos, lo que se consiguió sencillamente interponiendo una membrana entre ambos procesos para diferir su ejecución: el núcleo.
Al cabo, los genes saltarines quedaron neutralizados y los intrones a los que dieron lugar acabaron siendo un elemento valioso en dos aspectos. Por un lado ampliaron las combinaciones de expresión de los genes diversificando así las proteínas que un mismo gen puede codificar y, por otra parte, aumentaron el tamaño del genoma acumulando genes y ADN que abrieron todo un mundo de posibilidades en la complejidad a la que nunca llegaron los procariotas.
Con la célula eucariota se abrió el camino de la innovación incesante y la diversificación superando la monotonía bacteriana que imperó en la vida hasta su aparición. Todas las radiaciones biológicas desde la explosión cámbrica en adelante has sido protagonizadas exclusivamente por organismos eucariotas, cuya aparición quizá haya supuesto el paso más importante que ha dado la vida en su historia.

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