Genoma oculto y epigenoma. Completanto la maquinaria genética


El estudio del genoma ha estado desde sus inicios excesivamente centrado en el ADN codificador, integrado por las secuencias que dirigen la síntesis de proteínas, como objeto de interés casi único, por considerarse la materia genuina de la herencia biológica. Después de completarse la secuencia de bases de la totalidad del ADN contenida en el núcleo de las células humanas en el célebre proyecto Genoma Humano, se empezó a hablar de ADN basura o chatarra genética para referirse todo el material de nuestros cromosomas que no contenía información para la fabricación de alguna proteína, a pesar de que supone el 98 por ciento del total, y fue despreciado como una acumulación espuria de desechos genéticos inservibles amontonados en nuestro genoma a lo largo de la evolución, carentes de sentido y sin función alguna por lo tanto. Para W. Wayt Gibbs, la desestimación de todo este material cromosómico como despojos ha sido uno de los grandes errores de la biología molecular.
Ya en los años sesenta se había vislumbrado la existencia de información en otras dos zonas de los cromosomas. La primera está constituida por secuencias insertas en las regiones de ADN no codificador generadoras de unidades de ARN funcional que modula el funcionamiento de los genes (ADN codificador). Gibbs ha hecho notar que estas secuencias se han conservado intactas a lo largo de millones de años de evolución, por lo que cabe pensar que han de jugar un papel importante. De otro modo, se hubiera apreciado una rápida y caprichosa modificación en su composición, pues como sabemos, se tiende a conservar sin cambio los componentes genómicos que resultan imprescindibles para el organismo. En total, se estima que en el genoma humano existen entre 20.000 y 40.000 genes que codifican proteínas, una cifra que en cualquier caso no es proporcional a la complejidad orgánica, (el arroz, por ejemplo, tiene más genes), mientras que sí lo es la cantidad de ADN no codificador. En estas vastas sucesiones de bases, se están descubriendo enormes cantidades de genes, cortos y muy difíciles de identificar, origen de ARNs que no son simples precursores ya degenerados de proteínas útiles tiempo atrás, si no que intervienen directamente en el funcionamiento de la maquinaria genética y determinan consecuentemente el comportamiento celular. Son los genes de sólo ARN, cuya importancia se empieza a entrever. Un ejemplo de ellos es el gen de sólo ARN JAW, identificado por Detlef Weigel, del Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo, que codifica una cadena corta de ARN (microARN), capaz de ajustar el funcionamiento de genes que codifican proteínas cruciales en el desarrollo de la planta Arabidopsis, modelando la forma simétricamente curvada de sus hojas, como quedó constatado al suprimirlo en algunos individuos de la planta que, sin su concurso, se desarrollaron deformes y enfermos.
Además de estos microARN, existen otras variedades de ARN ensamblados a partir de secuencias no codificadoras, como los riboconmutadores, cadenas de ARN plegadas de forma que dan lugar a la síntesis de proteínas como si procediera de un gen normal, pero sólo cuando se une por uno de sus extremos a cierta molécula diana. Los riboconmutadores fueron aislados en 2003 por Ronald R.Breaker, de la Universidad de Yale, que ese mismo año identificó en Bacillus subtilis un conjunto de riboconmutadores codificados en el ADN intergénico que regulan la expresión de al menos 26 de sus genes También hay que hacer mención al ARN antisentido, ARN sintetizado a la vez que el destinado a la producción de proteínas en genes codificadores a partir de la segunda hebra de ADN, que se acopla con su ARN complementario, impidiendo que dé lugar a la proteína que codifica, lo que se interpreta como un mecanismo de regulación de la expresión génica por silenciamiento indirecto de genes.
La segunda capa de información está fuera de la secuencia de ADN, contenida en las proteínas (histonas) en torno a las que el ADN se empaqueta y en los metabolitos que permanecen ligados a él; es el denominado epigenoma, objeto de estudio de la epigenética, término atribuido a Conrad Waddington que lo introdujo en 1942 para designar a la rama de la biología que estudia las “interacciones causales entre los genes y sus productos que dan lugar al fenotipo”. Peter Becker de la Universidad Ludwig Maximilian de Munich, ha ilustrado el concepto estableciendo una comparación con la escritura: Una vez escrito un libro, su texto no varía en las copias sucesivas que se editen, pero la información que se extraiga de él será diferente según la particular interpretación de cada lector.

Los datos epigenéticos consisten, por un lado, en metilaciones del ADN. Se ha encontrado que cuanto más metilada se encuentra una hebra de ADN, menos probabilidad existe de que sea transcrita a ARN. En principio, este mecanismo tiene como función primordial la protección del ADN frente a los transposones, genes parásitos que constituyen hasta el 45 por ciento del genoma, normalmente muy metilados y por tanto inactivos. Su eficacia depende de una serie de enzimas que se encargan de tomar moléculas metiladas de los nutrientes, (como ácido fólico o vitamina B12), y pegarlas a citosinas del ADN, con las que tiene una afinidad especial. A estos procesos de metilación se debe asimismo, como efecto secundario, el fenómeno de la impronta genética, por el cual algunos genes tienen uno de sus alelos inactivados en función de su origen parental.
Randy L. Jirtle estableció experimentalmente esta interacción entre metilaciones y transposones en un trabajo realizado con agutís, refrendado posteriormente mediante la supresión de enzimas metiladoras antes mencionadas en un conjunto de células, que acarreó la activación de numerosos transposones y la multiplicación de la tasa de mutaciones. El fenómeno llevó necesariamente a establecer una posible relación entre desajustes en los procesos de metilación de ADN y cáncer, confirmada por la observación de una reducción notable de la metilación del genoma en células de pólipos de colon, efectuada por Stephen B. Baylin, de la Universidad Johns Hopkins, y por el trabajo de Rudolph Jaenisch, del Instituto Whitehead del MIT, que creó un grupo de ratones con deficiencia de una enzima metilante, de los que murió de cáncer un 80 por ciento antes del noveno mes de vida.
Por último hay que considerar las proteínas que componen la cromatina junto al ADN, y que suponen la mitad de la misma. En su mayoría son histonas, organizadas en estructuras cilíndricas en torno a las que se enrolla el ADN para formar una especie de rosario plegado a su vez sobre sí mismo más o menos apretadamente. Las zonas que se transcriben están menos condensadas, mientras que las que permanecen estrechamente empaquetadas no se expresan. El grado de apelmazamiento de la cromatina parece estar en cierta medida influido por la composición de las colas proteicas de las histonas, como se desprende del hecho de que en las zonas de cromatina franca a la transcripción, éstas presentan grupos acetilo en sus colas. Se sabe además que estas colas catalizan una considerable cantidad de reacciones valiéndose de varios grupos que se unen a ellas, como fosfatos, ubiquitina o metilos, amén de los citados acetilos.
Un ejemplo ilustrativo de funcionamiento conjunto de la maquinaria genómica con todos sus elementos en acción, es el inicio del desarrollo de un embrión hembra, que tiene en principio dos cromosomas X activos de los que debe desactivar uno para que ese desarrollo discurra correctamente. Para lograrlo, un gen no codificador llamado Xist produce un ARN activo que recubre el cromosoma innecesario, al tiempo que en el cromosoma activo se genera un ARN antisentido que lo protege de la acción de Xist . El primero, además, se metila abundantemente y sus histonas se desprenden de sus grupos acetilo, compactándose la cromatina y quedando oculta a la transcripción.
Esta maquinaria es, como se ve, mucho más compleja de lo que se creía; los procesos que llevan a la fabricación de las proteínas según las instrucciones del ADN codificador están sujetos no sólo a la información que contienen, sino también a la aportada por el ADN no codificador y los marcadores egigenéticos. Se desconocen los mecanismos que articulan estos marcadores con los otros dos componentes del genoma, pero su importancia es evidente para Gibbs y otros investigadores, y participan decisivamente en el desarrollo, el envejecimiento, y en la incidencia de enfermedades como el cáncer, la diabetes, la esquizofrenia y otras enfermedades complejas. Las señales epigenéticas no son estáticas como las codificadas en los genes, están fluyendo constantemente y esconden complicados mecanismos de acción que apenas se conocen, ofreciendo un amplísimo campo de investigación en el que se abren nuevas y esperanzadoras vías para el tratamiento de enfermedades. El genoma aparece, considerado en su conjunto, como una maquinaria muy sofisticada sujeta a una dinámica intrincada que excede la mera consideración de los procesos claramente pautados de transcripción de ADN codificador. Existen otros muchos factores y otros niveles de información determinantes en su funcionamiento, acoplados en una interacción tridimensional que se ajusta gracias a muchos resortes sutiles de los que aún se sabe poco y cuyo conocimiento aportará apasionantes respuestas y quizá valiosas soluciones.

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