Gravitación: ¿Esto qué es lo que es?

El largo y tortuoso camino hacia la averiguación de por qué se caen las cosas y todo lo que sube baja



La gravedad es un fenómeno tan consustancial con la existencia, tan constante en la experiencia cotidiana y tan irremediable que, aunque en ciertas ocasiones puede incluso resultar nociva para la integridad física si perdemos el control sobre el movimiento de nuestra propia masa, no es corriente que suscite interrogaciones sobre su naturaleza salvo en las mentes de actitud científica. Su acción permanente, por otro lado, y desde la perspectiva actual, en la que contamos con el conocimiento de la ley que rige dicha acción, que es objeto de estudio en la educación básica, puede llevar a pensar a los entendimientos pedestres que la descripción de su comportamiento debió ser cosa de que una lumbrera, (en este caso Isaac Newton), experimentara una iluminación a raíz de cualquier suceso anecdótico, (en este caso la caída de una manzana mientras se solazaba en un idílico jardín) y se pusiera manos a la obra para formular la referida ley en un pispás de genialidad.

Y sin embargo, solamente dilucidar la expresión que explica sus efectos ha requerido la dedicación de los mejores filósofos y físicos durante muchos siglos de acumulación de saberes sobre el movimiento y la dinámica celeste, sin que apenas hasta nuestros días se haya empezado a comprender la naturaleza de esta interacción o fuerza fundamental. Como dijo acertadamente Peter Van Nieuwenhuizen, “la fuerza gravitatoria es la que el hombre conoce desde más antiguo y la que menos comprende”.

Fue en Grecia, como no podía ser de otro modo, donde se registraron los primeros intentos de analizar el movimiento, aunque desde una postura más filosófica que empírica según los usos intelectuales más arraigados del mundo clásico. En este entorno ideológico, Aristóteles definía la esencia del movimiento en términos de tendencia de los cuerpos a volver a su emplazamiento natural, tendencia que se podría truncar mediante movimientos violentos imprimidos a los objetos contra su propensión. A partir de esta idea se elaboró posteriormente la noción de “impetus”, una cualidad transmitida por el motor al móvil durante el periodo de contacto entre ambos y que posteriormente se iba consumiendo hasta que cesaba su efecto. El prejuicio del contacto necesario y el consecuente rechazo de la idea de acción a distancia será indeleble durante toda la historia de la física hasta que se desestime la existencia de un éter omnipresente que soporta la acción de diversos fenómenos.

No será hasta el Renacimiento cuando surja una ciencia del movimiento correctamente enfocada y apuntalada en premisas fructíferas. El estudio del movimiento se desvincula de consideraciones metafísicas y se centra en conceptos computables matemáticamente y susceptibles de estudio empírico. Por este camino, se llega pronto a rechazar la idea de que todos los movimientos son el efecto de una causa a la que son proporcionales, se establece la equivalencia entre movimiento uniforme y estado de reposo, y la aceleración se identifica como el efecto de la acción de una fuerza constante, incluyendo el movimiento circular como el resultado de una aceleración generada por acción de una fuerza central.

Todas estas averiguaciones se consiguieron a costa de esforzados estudios en los que destacó Galileo Galilei, quién basó sus trabajos en la adopción de una actitud empírica desde la cual pudo formular matemáticamente las leyes cinemáticas del movimiento de caída y de proyectiles. Su acierto inicial fue llevar el asunto del movimiento a una simple cuestión descriptiva: renunció a explicarlo en términos de fuerzas y de buscar la naturaleza de la gravedad para dedicarse sólo a describir su comportamiento. Partió de la base de considerar a la gravedad como la única fuerza natural, que tiende a mover los cuerpos hacia el centro en proporción a su cantidad de materia. Valiéndose de planos inclinados que le permitían tomar mediciones de tiempo con los burdos instrumentos de los que disponía (una clepsidra para medir tiempos) consiguió desbrozar del concepto de gravedad ciertas ideas espurias, como la de una gravedad específica para cada material, constatando la igual velocidad que alcanzan diferentes cuerpos que caen por el mismo plano, y cómo ésta aumenta en función del tiempo, y no del espacio recorrido.

En su aplicación a la dinámica celeste, Galileo interpretó la gravedad como un fenómeno local, es decir, que operaba en cada uno de los planetas estudiados pero que no los vinculaba entre sí. Desistió de tratar de explicar el porqué de su dinámica, y asumió que sencillamente los cuerpos celestes circulan, limitándose a describir cómo lo hacen. Se planteó hacerlo en algún momento, pero su entendimiento estaba anclado a la consideración del movimiento circular como un movimiento primordial y no compuesto, errónea concepción que trababa los avances en la comprensión de la gravedad hasta que Huygens aportó sus estudios dinámicos del movimiento circular uniforme con la introducción de la idea de conatus, equivalente a la tensión causada por la aceleración centrípeta que lo mantiene. Esta aportación fue capital en el desarrollo del devenir planetario y, subsiguientemente, de la comprensión de la gravedad.

Newton, en sus estudios del movimiento circular, consiguió definir matemáticamente la fuerza centrífuga llegando a la fórmula que desde Huygens se conocía con ese nombre y según la cual F = m×v2/r. En aplicación a la dinámica planetaria, el problema obvio que se plantea es por qué los planetas siguen sus translaciones sujetos a sus órbitas sin escaparse por la tangente, y Newton relacionó este fenómeno con la gravedad, iniciando una elaboración que le llevaría a establecer la gravitación universal en sus “Principia”. Para lograrlo, Newton estudió el movimiento de diversos cuerpos celestes comparando sus aceleraciones y realizando cálculos exahustivos que no siempre le resultaron satisfactorios debido a la inexactitud de algunos datos que barajaba. Esto le ocurrió por ejemplo en el cálculo de la caída de la Luna hacia la Tierra, que realizó con un valor erróneo del radio de ésta, resultando una fuerza insuficiente para sujetar al satélite en su órbita, por lo que lo desestimó en principio.

Posteriormente, y a instancias de Hooke, que se había planteado una interacción gravitatoria ajustada a la ley de la inversa del cuadrado de la que se podían derivar las trayectorias elípticas de Kepler, Newton, que disponía de los conocimientos matemáticos necesarios para resolverlo, estableció esta relación en lo que sería el esbozo de su famosa obra “Principios matemáticos de la física” publicados años después. Newton, en definitiva, recopiló, corrigió y mejoró el corpus de conocimientos sobre mecánica (los trabajos de Galileo y Kepler, además de las leyes de choque de Huygens y los estudios sobre el equilibrio y la composición de fuerzas de los hermanos Bernouilli) y formuló matemáticamente las leyes que la regían; sus famosas tres leyes.

Resumidamente, la primera de estas leyes explica como un cuerpo tiende a permanecer en estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme (situaciones equivalentes como ya se sabía) si no se aplica sobre él ninguna fuerza. Esto es debido a una propiedad, la inercia, ya establecida por Galileo y que es esencial de la materia y proporcional a la masa.

La segunda ley cuantifica cómo varía el estado de reposo o movimiento de un cuerpo cuando actúa una fuerza sobre él. Según enunció Newton, esta fuerza se manifiesta en un cambio en la cantidad de movimiento (m×v) del cuerpo en el transcurso del tiempo o, en términos modernos, en un cambio en su velocidad, puesto que la masa “m” no varía. Así, el cuerpo en cuestión sufre una aceleración directamente proporcional a la fuerza aplicada, e inversamente proporcional a su masa, lo cual es lógico puesto que de ésta resulta una inercia, una resistencia a cambiar de estado como ya estableció la primera ley, tanto mayor cuanto mayor sea esta masa como ya sabemos.

F =m×a; a = F/m

La tercera ley, por último, establece que las fuerzas resultan de una interacción entre los cuerpos implicados, y siempre tienen efecto por pares de igual valor y dirección pero de sentido opuesto (la fuerza es una magnitud vectorial, y debe ser definida no sólo por su módulo, sino además por la dirección en la que actúa).

En estas leyes aparecen dos conceptos fundamentales que determinan el desarrollo de la idea de gravitación: inercia y masa. La primera es una propiedad de la materia por la que tiende a quedarse como está en oposición a cualquier fuerza que altere su velocidad (incluida la velocidad 0 o estado de reposo). Al ser propia de la materia, cuanto más sea ésta, o sea, cuanto mayor sea la masa de un cuerpo, mayor será su inercia, y por lo tanto una misma fuerza le imprimirá una aceleración menor. Por otro lado, es importante distinguir los conceptos de masa y peso, que tienden a asimilarse en el entendimiento general como expresiones de la cantidad de materia. Pero peso es algo muy distinto; es la fuerza gravitaroria que actúa sobre un cuerpo, y depende de la masa del cuerpo que la ejerza. No obstante, son magnitudes muy relacionadas por cuanto el peso, en un determinado lugar, es también mayor cuanto mayor sea la masa. Consecuentemente, cabe plantearse que existe en cada cuerpo una parte de la masa a la que se atribuiría el efecto de inercia, la masa inercial o inerte, y otra parte que sufre y ejerce la acción de la gravedad, o masa gravitatoria, puesto que estamos tratando propiedades físicas distintas. Sin embargo, estas masas coinciden, verificándose en los experimentos que son siempre iguales, lo cual no deja de constituir un misterio digno de mejor explicación, que sólo Einstein conseguiría dilucidar en la larguísima historia de estudios sobre la gravedad que aún no se han concluido.

En fin, Newton obtuvo la Ley de Gravitación Universal a partir de sus leyes del movimiento y de las Leyes de Kepler, de las que dedujo que las fuerzas actuantes sobre los planetas en su traslación es una fuerza centrada en el Sol y que, de acuerdo con la tercera ley de Kepler, debe ser inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Considerando que la circunferencia es un caso particular de elipse (lo que permite mantener la tercera ley de Kepler como referencia) y que en el movimiento circular uniforme la aceleración (debida en este caso a un cambio en la dirección de la velocidad, no en su módulo) es v2/R, podemos aplicar este razonamiento al movimiento planetario asignando v a la velocidad lineal y R al radio de la órbita del planeta, lo que nos dará el valor de la aceleración normal a la que está sometido. Recurriendo ahora a la segunda ley de la dinámica, para generar esa aceleración es necesaria una fuerza que se puede cuantificar con la expresión F = m×a, en este caso F = m×v2/R. Sustituyendo v por su expresión en función del periodo, quedaría que F = m×4p2×R/T2.

A continuación, recurrimos a la relación que, según la tercera ley de Kepler, vincula el radio y el periodo de la órbita y, generalizando la expresión resultante, obtenemos que la fuerza es F = 4p2×Ks×m×1/r2, siendo Ks una constante característica del movimiento planetario en torno al Sol. Esta expresión es general, e indica que todos los planetas están sometidos a una fuerza gravitatoria que, además, depende de la masa del planeta. Se desprende también de todo este razonamiento que la aceleración que el Sol imprime a los planetas de su sistema debe ser independiente de su masa pero inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa para que sea cierta la tercera ley de Kepler a la luz de la segunda ley de la dinámica.

En un paso más, la tercera ley de la dinámica nos indica que la fuerza no sólo es proporcional a la masa del planeta que consideremos, si no que debe ser también proporcional a la masa del Sol puesto que como ya vimos, las fuerzas siempre actúan en pares, y a la ejercida por el Sol sobre cada planeta se asocia otra, igual y de sentido contrario, de cada planeta sobre el Sol.

La constante Ks es proporcional a la masa del sol según Ks = G/4p2×Ms, de forma que, sustituyendo en la definición de fuerza atractiva anterior, ésta quedaría: Fg = G×Ms×m/r2 donde G en una constante universal, puesto que no puede estar asociada a un cuerpo en particular en la interacción mutua, y debe ser determinada experimentalmente (como se ha hecho en multitud de ocasiones, tratando de establecer su constancia y su independencia de circunstancias espacio-temporales). Esta expresión, que se puede generalizar para cualquier cuerpo, muestra como la atracción gravitatoria sólo depende de la masa y de la distancia entre dos cuerpos, lo que eleva a la masa al papel de generadora de la fuerza gravitatoria. Quedaría entonces la expresión más conocida según la cual Fg = G×m1×m2/r2 .

Queda todavía pendiente el asunto de la inercia que, recordemos, opera inversamente al efecto atractivo, de modo que la aceleración de un cuerpo es directamente proporcional a la masa que lo atrae e inversamente proporcional a su masa inerte. Se ha comprobado recurrentemente desde los experimentos del propio Newton para verificarlo, que la masa gravitatoria es proporcional a la masa inerte y, lo que es más extraño, que esta proporcionalidad no depende de las propiedades de las distintas sustancias y es invariable.

Por lo demás, Newton consiguió, una vez establecida su ley universal, explicar con ella fenómenos tan variados como las mareas, la caida libre, la forma de la tierra (que predijo con acierto como comprobó Maupertuis en sus posteriores mediciones sobre el terreno durante su famosa expedición) o las trayectorias planetarias. Sin embargo, en su época, la Ley de Gravitación Universal presentaba la dificultad de plantear una interacción a distancia cuando todavía estaba arraigada la noción de que toda interacción requería un contacto, y que los fenómenos físicos de propagación necesitaban un sustrato que los sostuviera (de hecho no se abandonó la búsqueda del éter hasta principios del siglo XX con el definitivo y celebrado experimento Michelson-Morley). El problema se superó cuando se introdujo el concepto de campo, que pasó a ser el mediador de la interacción y acarreó el concepto anejo de energía potencial gravitatoria.

Desde su enunciación, se han realizado numerosísimos experimentos para contrastar la validez de la ley de gravitación, establecer su verdadero carácter universal o profundizar en la naturaleza de la interacción que define. Así, se han realizado medidas precisas del valor de G (dificultosas por la debilidad relativa de la gravitación respecto a otras interacciones fundamentales y a su omnipresencia turbadora para cualquier experimento y de la que no cabe aislamiento), la relación con la distancia y la masa etcétera, encontrándose al cabo que la ley descubierta por Newton es válida en un amplio rango de circunstancias que van desde la dinámica cósmica hasta el funcionamiento de nuestro mundo dentro del campo gravitatorio terrestre.

Durante casi dos siglos, la Ley de Gravitación Universal de Newton imperó felizmente junto al resto de su mecánica como un modelo acabado de explicación del universo. Pero, por ufano que estuviera su genial enunciador, la ley generaba algunos problemas conceptuales cuyo germen fue ya introducido por Galileo en sus trabajos, problemas cuya solución acabó con la desestimación final del modelo, sustituido por uno nuevo alumbrado por la teoría de la relatividad de Albert Einstein.

La relatividad de Einstein se apoya en dos postulados, el primero de los cuales es una generalización universal del principio de relatividad de Galileo, y dice que no es posible saber si un sistema está en movimiento uniforme o en reposo, de donde se deduce que las leyes físicas deben tener la misma expresión en todos los sistemas de referencia inerciales. El segundo, afirma que la velocidad de la luz es la misma en todos los sistemas de referencia inerciales.

La leyes de Newton sólo son ciertas en un sistema de referencia inercial, que se define precisamente como un sistema en el que se cumplen estas leyes, más concretamente la primera, es decir, un sistema inercial es aquel en el que una partícula sobre la que no actúa ninguna fuerza se mueve con velocidad uniforme. A su vez, cualquier otro sistema que se mueva con velocidad uniforme respecto del primero, será asimismo inercial, lo que da lugar a la existencia de infinitos sistemas inerciales entre los que no es posible discernir en que nivel está el nuestro, puesto que todo lo que podamos considerar se mueve con respecto a algo, y es imposible determinar en qué sistema radica el reposo absoluto, si existe en un espacio también absoluto. Hasta el mismo Newton, que creía religiosamente en un sistema primordial absolutamente inmóvil y de dimensiones espaciales absolutas, tuvo que convenir que tal espacio era indetectable.

Frente a los sistemas inerciales se distinguen los no inerciales, en los que es necesario recurrir a la existencia de fuerzas ficticias para explicar ciertos movimientos de los cuerpos a él referidos. Los sistemas inerciales sólo contemplan fuerzas reales que actúan específicamente sobre un determinado cuerpo, mientras que las fuerzas ficticias se podrían obviar cambiando de sistema de referencia, y se manifestarían como una aceleración igual para todos los cuerpos. Precisamente esto es lo que ocurría, misteriosamente, con la gravedad, y lleva a pensar que las fuerzas gravitatorias sean ficticias y puedan desaparecer en un sistema de referencia convenientemente escogido. Así, si pensamos en un sistema aislado de cualquier influencia, es fácil comprender como un observador situado en él verificará el cumplimiento de las leyes de Newton, no necesitará recurrir a ninguna fuerza ficticia para explicar el comportamiento de los cuerpos situados allí, y por lo tanto lo considerará como un sistema inercial. Si imprimiéramos al sistema una aceleración constante, ésta se manifestará inmediatamente como una tendencia de los cuerpos a moverse en sentido contrario con una aceleración de igual módulo que la aplicada, y el observador experimentará un efecto exactamente igual al que atribuimos a la acción de un campo gravitatorio. Esto es lo que plantea el Principio de Equivalencia, según el cual, es lo mismo considerar un sistema de referencia acelerado respecto a otro inercial que sometido a un campo gravitatorio, y así lo apreciarían observadores situados fuera o dentro de dicho sistema respectivamente. En este experimento mental, queda claro además porqué masa gravitatoria e inerte son lo mismo; ésta es la aparente para un observador exterior mientras que aquélla lo sería para uno situado dentro del sistema. El principio de equivalencia indica por lo tanto que las leyes físicas establecidas en un sistema inercial, son válidas para un sistema que se mueva con aceleración uniforme respecto de él con la única condición de introducir un campo gravitatorio equivalente, lo que supone una nueva concepción de la gravitación que se conoce como Teoría de la Relatividad General.

Una deducción de esta teoría es que, aclarada la identidad de masa y energía por la dinámica relativista, la energía debe actuar como si fuera susceptible de sufrir atracción gravitatoria, extremo que se ha observado en la medida de la desviación que sufre la luz de estrellas lejanas al pasar por la cercanía de cuerpos muy masivos. Otra consecuencia de la relatividad general es un acoplamiento del espacio y el tiempo que da lugar a un nuevo espacio tetradimensional que se deforma curvándose localmente en función de la cantidad de masa-energía en cada lugar considerado del universo, fenómeno que está en el origen de la gravedad y que sugiere una descripción geométrica de esta “fuerza”.

Desde los conocimientos actuales, el futuro de los estudios sobre gravitación parece orientar los trabajos hacia la búsqueda de una teoría que integre la mecánica cuántica con la teoría de la relatividad general, es decir, una teoría cuántica de la gravedad, que pasa por encontrar la partícula cuyo flujo la sustenta, el esquivo gravitón, y que supondría, al parecer y como creía Einstein, una teoría de campo unificado que englobaría a todas las fuerzas fundamentales. En cualquier caso, y previendo las dificultades que plantean los nuevos horizontes, da la impresión de que, por más que se ha avanzado en la averiguación de sus misterios, la gravedad no dejará de ofrecer inquietantes incógnitas en los siglos venideros.

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