En el bicentenario de Charles Darwin

Sería fácil convenir con cualquier interlocutor con el que comentáramos el asunto, sin necesidad de tomar medidas demoscópicas, que entre el grueso de la población existe un conocimiento generalizado sobre, por ejemplo, la ley que define el comportamiento de la gravedad, y que fue formulada por Newton. Quizá no se recuerden los parámetros que incluye, ni quizá tampoco el nombre de pila del genial científico, pero sin duda se conocen su carácter universal y su significado elemental, a lo que desde luego contribuye el hecho de que la experimentemos de forma constante, incluso con merma de nuestra integridad física cuando llegamos a perder el control en el desplazamiento de nuestra propia masa. Esta experimentación ayuda a la asimilación del concepto aunque sea de forma más o menos grosera o, en el peor de los casos, a tener al menos constancia de su vigencia.

También Einstein es ampliamente conocido y asociado a su teoría de la relatividad. En este caso, la comprensión de sus postulados es ardua y no está apoyada por ninguna experiencia que predisponga su intuición. Y sin embargo, es probable que un gran número de personas sea capaz de mencionar algún detalle de dicha teoría o algún aspecto de ella promocionado en términos de prodigio curioso por la ciencia-ficción. De cualquier manera, se reconoce como un modelo válido de explicación del mundo por más que resulte absolutamente incomprensible, y no resultaría fácil encontrar a alguien que dudara de su adecuación a la realidad.

Pero sobre Darwin y su teoría de la evolución el desconocimiento es mucho más acusado, cuando supone uno de los hitos científicos más notable en la historia del conocimiento, y su autor figura al lado de los dos anteriores en los más selectos listados del genio. Un desconocimiento que está además apuntalado por un rechazo que podría calificarse de visceral, obtuso. Incluso en los planes de estudio se puede constatar la diferencia en el tratamiento de estos asuntos, de forma que mientras la mecánica de Newton ocupa un lugar central de la asignatura de física, como le corresponde, y supone el grueso de los conocimientos básicos de la materia que son culminados, cuando procede, con Einstein, quedando los contenidos correspondientes a sus trabajos debidamente encajados, la evolución se refleja más como una curiosidad teórica enmarcada en la biología, representada normalmente por dos posturas encontradas (lamarckismo y darwinismo), obviando que, más allá de los modelos teóricos para explicarla, se trata de un fenómeno inherente a la vida que ha marcado su extensión y diferentes configuraciones desde sus mismos inicios.

No es común que las nociones acerca de la evolución vayan más allá de la idea de que “el hombre desciende del mono”, expresada con escepticismo cuando no con sorna. Y resulta paradójico porque, si bien es cierto que no hay ninguna experiencia cotidiana ni indicio observable del proceso evolutivo, cuyo ritmo excede con mucho la escala de tiempo de la existencia individual, el planteamiento básico de la teoría contrasta con las anteriormente mencionadas por su simplicidad: las características diferentes que cada individuo presenta respecto a los demás (éstas sí apreciables por cualquiera de forma inmediata) son seleccionadas según su operatividad para propiciar la subsistencia del individuo en cuestión en unas determinadas circunstancias ambientales cambiantes a su vez.

Este elemental proceso define la esencia de la evolución, un hecho que a estas alturas del desarrollo científico debería ser aceptado al margen de cualquier controversia, por más que sus mecanismos precisos, estos sí de enorme complejidad, estén aún por desvelar en muchos aspectos. Llama la atención en cambio, y hasta se puede considerar alarmante, que los postulados evolutivos se sigan considerando una “teoría” y no como una “ley”, como debería denominarse según las categorías convencionales de aplicación; una ley de carácter primordial como expresó Theodosius Dobzhansky* cuando afirmó que “Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”. Todavía hoy, 150 años después de su enunciación, la evolución sigue siendo rechazada por fundamentalismos religiosos tan anacrónicos como rampantes, que contraatacan con cerril obcecación en sus propuestas del “diseño inteligente en un empeño que poco tiene que ver con la actitud, genuinamente humana, que lleva a profundizar en el conocimiento del mundo, y que está más bien inspirada por el interés de encajar cualquier averiguación con unos convencimientos previos elevados arbitrariamente al estatus de sagrados.

Otro factor que posiblemente determina la dificultad de asumir la evolución es el peso de siglos de cultura antropocéntrica, que ejerce un efecto refractario a una visión de la naturaleza en la que el hombre no es una culminación necesaria de un proceso progresivo, si no sólo un suceso casual ocurrido entre otras innumerables posibilidades en el devenir azaroso de la vida.

En el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin, sería deseable que esto comenzara a cambiar, y que la evolución adquiera más pronto que tarde la consideración que se merece en el corpus de conocimientos ganados por el continuado esfuerzo cognoscitivo que el hombre ha desplegado sobre el mundo desde que se hizo presente en él. Todo saber enriquece, pero si cabe, aún más lo hace la contemplación de la vida desde la perspectiva que nos ofrece la comprensión, siquiera esquemática, de la evolución porque además incluye al propio hombre como un elemento más de su objeto de estudio, y lo pone en su lugar en relación a cualquier otra forma de vida. Las implicaciones de la evolución son de gran alcance, extendiéndose a áreas del saber muy diversas, desde la ética a la economía, en algunos casos a partir de interpretaciones espurias o bastardas de sus planteamientos (recuérdese el caso de la eugenesia) que convendría evitar en lo sucesivo desde un conocimiento más centrado de sus claves.

Nos permitimos, por todo ello, mantener la esperanza de que con motivo de esta efeméride se avanzará en su sólida y general implantación en las conciencias y los entendimientos.


* Curiosamente, representante de la llamada "evolución teista", que pretende integrar una suerte de creación divina con la aceptación de la teoría evolutiva.

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