Quimiosmosis y el origen de la vida
La quimiosmosis, como dejamos
planteado en un texto anterior (Fuerza
protón-motriz: el poderoso aliento de la vida) es el mecanismo químico que
en última instancia permite a la célula recolectar la energía contenida en los
nutrientes para emplearla luego, según sea necesario, en diversos procesos,
entre los que destaca la generación de ATP, la proverbial moneda energética que
reparte las ganancias por donde son necesarias. En cuanto a la inversión en
ATP, y manteniendo la analogía de esta molécula con moneda, la quimiosmosis es
un mecanismo intermediario que permite a la célula trabajar con fracciones de
su valor, es decir, con calderilla. Su importancia en este sentido es capital
porque sin él ningún organismo se podría haber independizado nunca de una
fuente de energía externa que le permitiera fabricar directamente ATP. Cuando
la energía se obtiene a partir del procesado de sustancias orgánicas, es
necesario gastar ATP inicialmente para impulsar las reacciones, cuyo
rendimiento serviría para obtener una cantidad muy similar a la empleada con
una pérdida de energía sobrante que se disiparía sin posibilidad de
aprovechamiento, puesto que no es posible utilizar fracciones de moléculas para
utilizar sólo la energía justa reservando el resto para mejor ocasión. La
quimiosmosis permite precisamente esta economía, al invertir la energía
obtenida en la “elevación” de protones contra el gradiente de concentración a
través de una membrana de contención, para luego hacerlos “caer” uno a uno a
favor de gradiente aprovechando su empuje en el accionamiento de la ATPasa, de
forma que sólo los estrictamente necesarios se utilizan en la síntesis de cada
molécula de ATP, y quedando el excedente de la energía obtenida almacenada en
protones contenidos para las siguientes. Pero además, las bacterias utilizan la
fuerza protón-motriz para impulsar flagelos motrices, para sostener el
transporte activo de moléculas a través de su membrana en ambos sentidos (incorporación
de nutrientes, eliminación de sustancias de desecho y mantenimiento de la
homeostasis interna) o para generar calor directamente, si es preciso, desacoplando
el flujo de protones represados de la maquinaria ATPasa. En realidad se puede
afirmar rotundamente, como hace notar Nick Lane, que las bacterias dependen
básicamente de la fuerza protón-motriz generada por el gradiente de protones
antes que de la disponibilidad de ATP. Efectivamente, el establecimiento de un
gradiente de protones y su mantenimiento a plena carga parece ser más
importante que la propia síntesis de ATP, como ilustra el caso de la
fermentación, un proceso alternativo a la respiración al que la célula recurre
cuando ve superada su capacidad aeróbica consistente en la síntesis de ATP
mediante reacciones en las que no están involucradas las cadenas respiratorias.
Cuando esto ocurre, el funcionamiento de la ATPasa se invierte, y comienza a
consumir el ATP sintetizado en la fermentación en bombear protones hacia el
otro lado de la membrana en la que se inserta para mantener la carga, a costa
de detener cualquier otro proceso que requiera ATP, incluso la replicación del
ADN y la reproducción
El avezado lector habrá notado
que los organismos fotosintéticos no tendrían por qué recurrir a este mecanismo
puesto que cuentan con una fuente continua de energía externa siempre
disponible para producir ATP o cualquier otra sustancia necesaria, pero sin
embargo también se sirven del bombeo de protones como paso previo a la síntesis
de ATP. Y en este punto encontramos uno de las características llamativas de la
quimiosmosis: su universalidad. Toda vida conocida es quimiosmótica; en los
tres grandes dominios taxonómicos se utilizan sistemas análogos para realizar
el bombeo y, salvo contadísimos casos, todos los organismos generan un
gradiente de protones (algunas bacterias generan un gradiente de sodio, aunque
utilizan sistemas similares reconvertidos), lo que nos lleva a una segunda
circunstancia curiosa: ¿por qué precisamente protones y sólo protones
prácticamente? ¿por qué no se crean gradientes de cualquier otro ion de los
muchos que cualquier célula utiliza habitualmente? Nadie ha conseguido
encontrar una razón sólida desde el punto de vista químico que justifique esta
exclusividad, pero William Martin y Michael Russell han aportado algunas ideas
de por qué, de hecho, es así.
Según estos autores, cuyas
propuestas resultan tan audaces como bien tramadas, el establecimiento de un
gradiente de protones es tan universal que puede considerarse, como el código
de ADN, una propiedad esencial de la vida, consustancial además al proceso por
el que se originó. Para Martin y Russell, en la Tierra primitiva existía un
desequilibrio químico básico entre el dióxido de carbono y el hidrógeno
emanados de los materiales de su ardiente interior, determinante de un
potencial geoquímico a través de las diversas geosferas diferenciadas en el
planeta. Dado que la reacción entre ambas moléculas no es inmediata, se creó
una tensión de pH y redox que la vida vino a distender como la vía más eficiente
por la que aliviar el desequilibrio. Todo habría comenzado en las chimeneas
hidrotermales alcalinas del fondo oceánico, donde esta tensión se manifiesta en
toda su intensidad, y en las que de hecho se produce un gradiente natural de
protones a través de las paredes de sus diminutas cámaras, de tamaño similar a
una bacteria, que además es de la misma magnitud que la del que las células
mantienen todavía hoy. Así, como sugiere Lane, el mantenimiento de un gradiente
de protones debe entenderse como una primordial imposición del entorno en el
que la vida se originó. De otra forma, sería muy difícil imaginar cómo o por
qué la vida habría inventado un sistema de generación de energía tan
disparatado y contraintuitivo, haciéndolo además universal.
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