Fuerza protón-motriz: el poderoso aliento de la vida
En 1961 el destacado bioquímico
británico Peter Mitchell publicó en Nature
un artículo en el que dilucidaba uno de los últimos grandes misterios por
resolver en el estudio de la respiración celular: el mecanismo gracias al cual
la energía extraída a partir de los electrones arrancados a los combustibles
orgánicos a lo largo de las cadenas respiratorias se gestiona en el interior de
la mitocondria antes de ser almacenada en forma de ATP, cerrando un amplio
capítulo de la investigación bioquímica iniciado siglos atrás.
Desde que Lavoisier estableciera
la equivalencia de respiración y combustión hacia finales del siglo XVIII, el
estudio de este asunto central de la fisiología había recorrido un largo camino
plagado de escollos, afanosamente traspuestos gracias al empeño de destacadas
figuras de la ciencia. Entre los hitos que lo jalonan, cabe señalar la identificación
por Eduard Pflüger en 1870 de cada célula individual como el entorno en el que
la respiración tiene lugar, aunque no fue hasta 1912 cuando B.F. Kingsbury precisó la mitocondria como el orgánulo concreto en el que se produce, afirmación que
no obstante no fue ampliamente aceptada hasta que Eugene Kennedy y Albert
Lehninger, en 1949, demostraron que efectivamente es en la mitocondria donde se
encuentran las enzimas respiratorias. Para entonces ya era sabido que la
respiración es el proceso, consistente básicamente en la oxidación de glucosa, del
que procede la energía necesaria para sostener todas las funciones vitales, y
la investigación se orientó a descifrar los mecanismos por los que esta energía
es extraída y aprovechada en la realización de trabajo metabólico. Sobre el
conocimiento de la hemoglobina y su capacidad para fijar oxígeno, se empezó a
buscar un pigmento similar localizado en las células, en las que Charles
MacMunn acabó por encontrar rastros de algo que llamó pigmento respiratorio que en realidad, como luego averiguó David
Keilin, se trataba de una agregación de tres pigmentos diferentes que denominó citocromos, distinguiéndolos entre sí
con las letras a, b y c, ninguno de los cuales fijaba directamente oxígeno como
se esperaba. El propio Keilin ideó un primer modelo de cadena respiratoria en el
que los átomos de hidrógeno, tras ser arrancados de la glucosa, eran
escindidos, y cuyos electrones se hacían circular luego paso a paso por los
eslabones de la susodicha cadena (los tres citocromos), extrayendo en cada uno
una pequeña y manejable cantidad de energía, hasta que eran cedidos al oxígeno
en el último paso para formar agua con la concurrencia del correspondiente
protón.
El modelo de Keilin resultó
clarividente, pero había que esclarecer un punto fundamental: ¿cómo se almacena
esa energía para su posterior empleo en trabajo por todo el organismo?. La
respuesta se había estado madurando en estudios paralelos sobre la
fermentación, y fue brindada finalmente en 1929 por Karl Lohman con el
descubrimiento del ATP, cuyo carácter de moneda energética universal fue
paulatinamente estableciéndose en estudios posteriores, como por ejemplo los de
Vladimir Engelhardt (quien demostró que la formación de ATP era el objetivo no
sólo de los procesos de fermentación sino también de los de respiración), de
Severo Ochoa (que cuantificó en hasta 38 las moléculas de ATP que pueden ser
generadas a partir de una sola molécula de glucosa mediante la respiración), o
los que concluyeron que también la energía cosechada de la luz por los
organismos fotosintéticos se invertía en ATP.
El siguiente paso importante fue
la caracterización de la ATPasa por parte de Efraim Racker. La ATPasa es un
enorme complejo enzimático que canaliza la energía hacia la formación de ATP, y
se encuentra embebido en la membrana interna de las mitocondrias junto a las
cadenas respiratorias con las que, empero, no mantiene conexión física. Esto
sugirió la existencia de algún intermediario desconocido que transfería la
energía entre éstas y aquella, y cuya búsqueda se acometió de inmediato aunque
resultó rotunda e insistentemente infructuosa. Es necesario advertir que además
se habían puesto de manifiesto un par de aspectos curiosos del proceso
respiratorio: Por un lado no se apreciaba una relación estequiométrica entre el
número de electrones que circulaban por las cadenas y el de moléculas de ATP
sintetizadas. Estas varían entre 28 y 38 por molécula de glucosa, empleándose
para cada una entre 2 y 3 electrones. La ausencia de números redondos resultaba
una característica realmente extraña en una disciplina, la química, en la que
todo se expresa en números enteros. Por otro lado se había constatado la
necesidad de una membrana, íntegra tanto física como funcionalmente, para que
la circulación electrónica y la producción de ATP quedasen acopladas. En una
membrana dañada el tránsito electrónico no cesa, pero queda desacoplado de la
síntesis de ATP y éste no se produce, disipándose la energía extraída en forma
de calor.
En este contexto irrumpió
Mitchell, dedicado a la sazón al estudio del transporte activo de sustancias a
través de membranas bacterianas. Había llegado a comprender que este transporte
generaba un gradiente de concentración entre ambos lados de esas membranas, y
la existencia de un gradiente supone el establecimiento de un potencial que
eventualmente puede ser usado como fuerza motriz. A partir de estas ideas
básicas Mitchell aventuró su teoría del acoplamiento quimiosmótico, una idea
revolucionaria que conmocionó la bioquímica. Según su modelo, los átomos de
hidrógeno extraídos de la glucosa en la matriz mitocondrial se descomponen en
sus elementos, protones y electrones, entrando estos últimos en la cadena de
transporte respiratorio. La energía que rinden en su “caída” hacia el aceptor
final, el oxígeno, está acoplada a bombas que transportan los protones hacia el
espacio intermembrana y que se localizan, como se averiguó posteriormente, en
tres de los cuatro complejos que componen la cadena. Al ser la membrana
impermeable a ellos, se crea un gradiente a su través que es de doble
naturaleza: eléctrica (dada la carga positiva del protón) y química (gradiente
de pH), constituyente de la llamada fuerza protón-motriz cuyo
encauzamiento a través de la maquinaria ATPasa impulsa la síntesis de ATP.
Con este modelo quedaron
explicadas la necesidad de una membrana íntegra, la relación no estequiométrica
ni fija entre moléculas de glucosa procesada y de ATP obtenido y el fracaso en
la identificación del fantasmal intermediario de enlace entre las cadenas
respiratorias y el complejo ATPasa; el hecho es que sencillamente no existe
tal; el espacio intermembrana es una represa en la que se almacenan protones
contra gradiente de concentración aprovechando la energía que mueve los
electrones hacia el oxígeno, y las ATPasas son las compuertas por las que se
libera controladamente su fuerza contenida acoplándola a la producción de ATP,
utilizado luego en cualquier lugar donde se precisa realizar trabajo. La
aceptación general de esta brillante teoría no fue ni mucho menos inmediata.
Muy al contrario, se recibió con sobrada incredulidad cuando no con abierta
hostilidad en la comunidad científica, que tardó aún muchos años en asumirla
como un descubrimiento; uno de los más importantes de la ciencia del pasado
siglo para no pocos científicos hoy en día, y que acabó por granjearle a su
genial autor el premio Nobel de 1978, además del reconocimiento final de sus
colegas. Numerosos detalles del sistema quedaban por desvelar, así diversos
aspectos del mecanismo de transporte electrónico de las bombas de protones o de
la maquinaria ATPasa, muchos de los cuales se conocen ya al detalle. Esta
última, por ejemplo, ha sido desentrañada pieza por pieza (se trata en
definitiva de un portentoso nano-dispositivo mecánico-químico), y se ha medido
con precisión la diferencia de potencial eléctrico a ambos lados de la
membrana, que arroja un valor de 150 milivoltios a lo largo de un espacio de
unos 5 nanómetros, que es el grosor de la membrana. Haciendo una simple
conversión de escala, este potencial sería equivalente a 30 millones de voltios
por metro; literalmente, disponemos de la energía del rayo en cada una de
nuestras células.
Pero incluso ahora, la quimiosmosis plantea cuestiones de gran calado y
trascendencia más allá de los límites de la bioquímica. A lo largo de los
últimos años se ha puesto de manifiesto su carácter universal; toda vida
conocida utiliza la quimiosmosis de una forma o de otra, hecho que ha llevado a
algunos científicos a preguntarse por qué un mecanismo que, desde un punto de
vista digamos convencional puede considerarse rocambolesco y contraintuitivo,
parece ser inherente a la vida misma. Las posibles respuestas, serán materia de
nuestra próxima entrega.
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