La fatídica persistencia de la muerte


Desde nuestra condición de seres dotados de conciencia, la muerte se contempla como una cruel sentencia a la que todos somos condenados sin posibilidad de redención; un absurdo final para nuestras vidas que acaba por borrar todo rastro de nuestra particular existencia; un funesto hecho sin sentido que cada criatura, si hablamos de vida compleja, lleva incorporado en su propia naturaleza.
Cualquier cosa viva puede morir más pronto o más tarde, pero los metazoos tienen la muerte inscrita en sus genes (aunque no sería correcto afirmar que es un proceso programado como veremos). Es decir, una bacteria por ejemplo, puede morir o no si no sufre una agresión letal del entorno en el que vive (depredación, falta de alimento, accidente…) pero un metazoo morirá indefectiblemente después de un periodo más o menos prolongado de progresiva decrepitud marcada en última instancia por el consumo de oxígeno que nos mantiene vivos: el temible envejecimiento. En cierto sentido, la muerte es consustancial al desarrollo y mantenimiento de los organismos complejos. La apoptosis, en este caso una muerte celular que sí está taxativamente programada, supone la eliminación constante de células individuales en beneficio de la entidad superior del organismo como totalidad, y en este caso es un mecanismo que permite moldear el cuerpo durante el desarrollo embrionario y mantenerlo sano posteriormente reparando ciertos daños que puede sufrir, mientras que la muerte del propio organismo supone su eliminación en un desenlace contradictorio con la anterior.
Entonces ¿por qué tenemos que morir? ¿cuál es el sentido de esta muerte? La ciencia se ha preocupado de estas cuestiones desde hace mucho tiempo, aunque la respuesta parece ser especialmente evasiva.
Se podría establecer como una de las líneas de argumentación al respecto la que incluye ciertas teorías en las que el envejecimiento y la muerte resultan ser una consecuencia espuria del interés evolutivo en potenciar ciertos aspectos que favorecen el éxito reproductivo en etapas tempranas de la vida y que acaban por acarrear efectos negativos a largo plazo. Esta dirección teórica fue abierta ya en el siglo XIX por August Weismann con su idea del plasma germinal y el plasma somático, en la que estableció una diferencia fundamental entre dos tipos de células en cada organismo: los óvulos y espermatozoides (germinales) y todas las demás (somáticas), de forma que son aquellas las que se transmiten de generación en generación mientras que éstas sólo sirven para verificar dicha transmisión garantizando una variabilidad que proporcione material para la posterior acción de la selección natural. Una vez cumplida su misión vehicular, las somáticas desaparecen dejando el sitio y los recursos a la nueva generación genéticamente renovada.
Abundando en esta idea, Tom Kirkwood propuso su teoría del cuerpo desechable, en la que además plantea que la energía disponible para cada organismo es limitada, de forma que sólo puede emplearse bien en el auto mantenimiento, bien en la reproducción. Así, el organismo está calibrado para asegurarse de que hay suficiente disponibilidad de energía para completar la transcendental tarea reproductiva que da continuidad a la dotación genética, difiriéndola en caso de que las circunstancias sean adversas y empleando los escasos recursos en un mero mantenimiento mientras las condiciones cambian. Si hay abundancia, el organismo invierte en reproducirse y, cumplida su función, es desechado. Se explica así la relación, ampliamente apreciada, entre restricción calórica y la ralentización tanto del envejecimiento como de la maduración sexual.
El problema con estas teorías es justificar cómo la selección natural, cuyo objetivo principal de acción es el individuo, puede haber favorecido un proceso que opera en detrimento de éste precisamente. La selección natural no es previsora, y su escrutinio no está determinado por presuntos beneficios que puedan resultar en niveles superiores de agregación como grupo o especie. Peter Medawar aportó una justificación consistente para superar esta incoherencia: supuesto que cualquier organismo tiene una probabilidad estadística de morir incluso aunque fuera inmortal[1], intensificar los esfuerzos reproductivos en etapas de la vida tan tempranas como sea posible (lo que supone un periodo muy diferente según la especie que consideremos), incrementa las posibilidades de dejar un mayor número de descendientes. Esta idea fue posteriormente continuada por George C. Williams con la introducción de su concepto de pleiotropía antagonista, en el que recoge la propuesta de Medawar y la desarrolla recurriendo a la existencia de ciertos genes cuya expresión garantiza una óptima eficiencia reproductiva en la juventud de los organismos pero que, una vez sobrepasada esta fase, comienzan a mostrar efectos nocivos, que en la naturaleza no son relevantes a efectos de selección natural puesto que raramente los individuos alcanzan la edad suficiente para sufrirlos, mientras que el éxito reproductivo que proporcionan asegura su continuidad a los largo de los linajes. El hallazgo de varios genes que encajan con estas características parecía sustentar la teoría.
Por otro lado están las teorías que explican el envejecimiento y la muerte como una mera consecuencia inevitable de los daños ocasionados por el proceso de respiración aeróbica en la línea de Denham Harman y su teoría del envejecimiento a causa de los radicales libres, o la más refinada, sobre los mismos postulados básicos, teoría mitocondrial del envejecimiento, (bajo cuya luz se han identificado las claves básicas del proceso, aunque no su sentido y funcionalidad).
Todas estas teorías se plantean el envejecimiento y su consecuente desenlace como un proceso pasivo de acumulación aleatoria de daños, bien debidos directamente a los subproductos propios de la utilización de oxígeno como aceptor final en las cadenas respiratorias, bien consecuencia de la actividad de ciertos genes que resulta nociva a largo plazo, quedando algunos aspectos cruciales del fenómeno fuera de su alcance explicativo. En primer lugar, cabría esperar de un proceso de estas características que discurriera a un ritmo aproximadamente constante a lo largo y ancho del mundo eucariota en general cuando, al contrario, se aprecian diferencias de longevidad que varían en un factor de 100 entre distintas especies de mamíferos, y hasta 1.000 veces entre diferentes filos. Además, Giacinto Libertini señaló la existencia de dos tipos de organismos: los que experimentan un incremento en el envejecimiento y la mortalidad con la edad y aquellos en los que esto no ocurre, y que presentan un envejecimiento insignificante por más que respiran igual que todos los demás. De otra parte, está la identificación de genes pro-envejecimiento (daf-2, chico, Pit 1, Prop 1 y muchos otros) cuya inactivación produce un incremento de la longevidad, y cuya existencia apoya la clásica idea de Bernard Strehler de que el ritmo de envejecimiento está controlado endógenamente. La longevidad, en efecto, parece estar sometida a un control genético activo y, como afirma Libertini, tiene un significado adaptativo. Es decir, que el flujo de radicales libres y sus efectos inmediatos que provocan el envejecimiento en último término se regulan genéticamente mediante varios mecanismos orientados a modular la longevidad de cada especie, que pasa a ser una más de sus características como la forma o el tamaño corporal.
Ahora bien, ¿con qué finalidad?¿cuál es la utilidad biológica de la muerte? Gustavo Barja sugiere que quizás Weismann estuviera en lo cierto después de todo, y la muerte de los individuos sea necesaria para favorecer la renovación genética constante de las poblaciones con variaciones que den oportunidades nuevas a la selección natural, y sería así un fenómeno beneficioso para el grupo, la especie, y la biosfera en su conjunto finalmente. La justificación de este concepto pasa por considerar mecanismos evolutivos alternativos a la tradicional selección natural y ampliar su radio de acción hasta niveles superiores al individuo en los que la muerte sí tiene consecuencias favorables (los susodichos grupo, población, especie etc.). En resumen, la muerte es un hecho muy antiguo y extenso que presenta indudables ventajas una vez nos situamos por encima de los intereses individuales, y que está estrecha y activamente controlado por los genes como si fuera un elemento importante desde un punto de vista evolutivo. Un final espeluznante para cada uno de nosotros pero feliz, como afirma Barja, para la vida en general, aunque precisamente nuestra conciencia, necesariamente individual, no nos permita aceptarlo de buen grado.


[1] Según ciertos cálculos, por ejemplo, la expectativa de vida de un ratón inmortal en la naturaleza sería aproximadamente la misma que la de uno mortal de hecho.

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