Búsqueda de vida extraterrestre; ¿por dónde empezar?


La nueva disciplina de la astrobiología es un inmenso campo del conocimiento en el que confluyen líneas de estudio de diversas áreas científicas muy fructíferas en el acopio de conocimientos sobre cuestiones de importancia básica en cada una de ellas (la comprensión precisa de los procesos de formación planetaria, el concepto de vida, cómo surge ésta y cómo se integra en la dinámica planetaria, que circunstancias determinan su evolución y en qué sentido opera ésta…). Todas ellas se plantean como derivaciones de un objetivo troncal que vertebra el conjunto de las investigaciones: la búsqueda de otros lugares en el universo, aparte de la Tierra, que pudieran estar habitados, una posibilidad que hasta no hace mucho era asunto casi exclusivo de la ciencia ficción y de la más disparatada mitología popular. Algunos programas de búsqueda, como el célebre proyecto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence) han fomentado el entusiamo por el descubrimiento de otras civilizaciones tecnológicas, llegando incluso a inspirar el guión de la película Contact. Esta tarea, no obstante, es considerada irrelevante por una parte de la comunidad científica porque, incluso aunque se estableciera un contacto, no proporcionaría datos de validez general, y un mínimo intercambio de información, hasta la inmediatamente necesaria para posibilitar una comunicación fluida, se prolongaría durante décadas, puesto que la distancia mínima a la que podría esperarse encontrarla excede los diez años luz, tantos como años tardaría una señal en llegar y su respuesta en volver.

La indagación en otros sistemas es por supuesto de interés, pero de momento, con la tecnología disponible, lo más que se puede hacer es mejorar la capacidad de los instrumentos para localizar planetas extrasolares ampliando el catálogo de los ya inventariados y para caracterizarlos con detalle, de forma que se puedan elegir entre ellos los más adecuados como objetivos para futuras misiones de exploración que hoy por hoy no son ni siquiera previsibles.

Las mejores opciones para buscar vida se encuentran en nuestro propio Sistema Solar, en el que hace tiempo la Tierra no era el único “planeta azul” existente; hubo en el pasado otros planetas con agua y condiciones propicias para que la vida, entendida como una dinámica implícita en las leyes físicas que cursa necesariamente en cuanto encuentra la ocasión, aparezca. Quizá todavía subsista en alguno de ellos. Marte y Venus han sido los primeros planetas considerados como cuna alternativa de vida. Ambos fueron lugares mucho más hospitalarios de lo que lo son actualmente, y muy bien podrían haber permitido sin mayor dificultad la emergencia y el mantenimiento de vida sobre ellos durante un largo periodo. En Marte, de hecho, se han registrado ciertos indicios que podrían atribuirse a la existencia de vida aún hoy, extremo que no podrá ser descartado categóricamente hasta que no se envíe allí alguna sonda o incluso una nave tripulada para realizar in situ las pruebas específicas oportunas. La ESA y la NASA tienen programado conjuntamente un gran proyecto de exploración en Marte, la misión ExoMars, que comprende un amplio capítulo de pruebas biológicas orientadas a localizar rastros de posibles organismos marcianos vivos o fósiles. Venus, dadas sus hostiles condiciones actuales (con una corrosiva atmósfera de CO2 permanentemente inundada de nubes de ácido sulfúrico y dióxido de azufre y una temperatura media superficial de 464º C) es un objetivo menos accesible para cualquier sonda y virtualmente imposible de ser pisado por el hombre, en el que además es difícil de encajar algún posible tipo de vida (aunque no faltan propuestas más o menos fundamentadas e interesantes), y en el que los rastros de la que pudo haber existido no serían fáciles de localizar.

Pero hay aún otros candidatos a lugar habitado en nuestro diminuto rincón galáctico que han aparecido en los últimos años como presuntos hogares de diferentes tipos de vida cuyo descubrimiento podría empezar a disipar la tupida nube de conjeturas y especulaciones que envuelven el asunto principal de la vida en el universo, aunque en este caso no se trata de planetas, sino de satélites: Europa, el menor de los cuatro satélites galileanos de Júpiter, y Titán, la luna gigante de Saturno. El primero oculta una profunda masa de agua líquida bajo su cubierta helada en la que la sonda Voyager no encontró, para sorpresa de quienes analizaron las imágenes enviadas, tantos rastros de impactos de meteoritos como cabría esperar, lo que se interpretó como una evidencia de que es un cuerpo con alguna actividad que evidentemente no es volcánica, y que debe estar animada por el calor generado en la fricción que el poderoso efecto marea de Júpiter le provoca. En Io, otro de sus satélites mucho más cercano, el influjo gravitatorio es tan acusado que sí genera un vulcanismo exacerbado, pero en Europa, más distante, se podría generar una cantidad de calor adecuada para mantener líquido el océano subsuperficial y quizás para que es su fondo se produzcan flujos en forma de chimeneas hidrotermales parecidas a las descubiertas en el fondo de los océanos terrestres, en las que se sustentan ecosistemas enteros y pudieron ser el escenario donde la vida se inició. No obstante, hay serias dudas sobre la existencia de ciclos en los que se regeneren los materiales que componen el satélite, imprescindibles para el sostenimiento de cualquier clase de vida que pudiera existir y, según recientes estimaciones realizadas por Eric Gaidos, la energía disponible en Europa no sería suficiente para mantener un ecosistema en el seno de su profundo y oscuro océano, planteando graves reparos a la posibilidad de que esté habitado.

Titán es un sitio mucho más propicio para albergar vida. Tiene una espesa atmósfera y su superficie, sobre la que se posó la sonda Huygens en 2005, carece casi por completo de cráteres de impacto como en el caso anterior, lo que vuelve a indicar inequívocamente que está sometida a procesos de remodelación entre los que se cuenta la erosión causada por la precipitación de hidrocarburos líquidos condensados en nubes, que forman escorrentías y lagos o incluso mares. Ademas de rocas, en la superficie se encuentra una especie de arena de compuestos orgánicos granulados que, en combinación con el nitrógeno de la atmósfera debe dar lugar a moléculas nitrogenadas, un constituyente básico de la vida tal como la conocemos. De cualquier forma, si la vida ha llegado a surgir allí, tendría unas características enormemente diferentes de la vida terrestre, lo que aumenta el interés de esta remota luna a la que una nueva visita sí sería perfectamente factible.

Así, dado el estado actual de los conocimientos sobre el tema central de la astrobiología y el desarrollo tecnológico en el campo de la exploración espacial, las mejores opciones de búsqueda de vida más allá de la Tierra se cifrarían, como propone Peter Ward, en realizar indagaciones paleontológicas en Marte, (donde probablemente en el pasado hubo condiciones parecidas a las de la Tierra y la vida pudo haber surgido) y de naturaleza bioquímica en Titán, dónde, de existir vida, sería un tipo de vida extraña y muy diferente de la terrestre.

Además, para completar las investigaciones con datos de otros planetas y satélites, tales como Venus o Europa, a los que el envío de sondas es complicado, se podría buscar en nuestra Luna, un cuerpo que, en el contexto de intercambio de material verificado entre los componentes del Sistema Solar (y en el que se engloba también la teoría panespérmica, una hipótesis que ha adquirido cierto empaque en los últimos años), constituye un archivo idóneo donde se pueden rastrear materiales procedentes de todo el Sistema, perfectamente conservados, y con valiosa información sobre sus características y evolución desde casi el principio de su proceso de formación.

Si el encuentro con extraños seres alienígenas (más o menos antropomorfos o de morfologías delirantes pero dotados de conciencia) seguirá siendo materia del negocio de la fantasía literaria y la imaginería espacial, el hallazgo de otros tipos de vida microbiana y quizá no menos extraña que nos acompañen en nuestra fatídica soledad cósmica se ha integrado plenamente dentro del ámbito científico, y los empeños para verificarlo se apoyan en un excitado entusiasmo que puede verse colmado en un futuro casi inmediato.

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