La vida y la segunda ley


La vida es considerada todavía en ciertos sectores científicos como un fenómeno excepcional con el que ha sido distinguida la Tierra entre todos los planetas gracias a sus condiciones específicas. Peter D. Ward es una notable figura de esta tendencia, plasmada en su teoría de la Tierra Especial o Tierra Rara, en la que defiende que la vida surgió en nuestro planeta como consecuencia de una sucesión de hechos altamente improbable, y de la concurrencia de unas circunstancias tan precisas que su repetición sería prácticamente imposible. No obstante, parece que se va imponiendo una concepción de la vida como mero fenómeno físico regido por leyes naturales con vigencia universal, y sobre ella se asientan las más aceptadas hipótesis que tratan de explicar su inicio. La termodinámica ha contribuido notablemente a describir los fundamentos físicos de los procesos que dieron lugar a las primeras estructuras vivas, y ha conseguido componer un esquema más o menos nítido de por donde discurrieron.
La termodinámica irrumpió en el seno de la física provocando cierto revuelo con la definición, por Rudolf Clausius, de la función llamada entropía, que es una medida del desorden de cualquier sistema físico, y la formulación de su segunda ley (la primera es el principio de conservación de la energía), de la cual se desprende un inevitable aumento de aquella hasta alcanzar su valor máximo en el estado de equilibrio, tras el que ya nada más puede ocurrirle al sistema en cuestión. La segunda ley introducía en los procesos una direccionalidad temporal extraña para la física clásica, (cuyas leyes son simétricas respecto a cualquier momento dado), y los abocaba irremediablemente hacia una quietud absoluta en el desorden total.
Pero evidentemente existen numerosos sistemas naturales, entre los que se incluye destacadamente la vida, que parecen contravenir la segunda ley al discurrir en el sentido de ordenarse en estructuras autoorganizadas, desde los cristales hasta los huracanes. Hay que precisar, a este respecto, que la segunda ley se formuló a partir de sistemas aislados en los que no existe intercambio de materia ni energía con el entorno, sistemas que no existen de hecho en el universo, salvo que se considere el propio universo en su conjunto. Cualquier sistema real es abierto, y está habitualmente sujeto a “ligaduras” con su medio ambiental en forma de flujos de materia y energía que pasan de uno a otro y que los mantienen forzadamente alejados del equilibrio, al que se precipitarían rápidamente de quedar aislados. De su estudio se ocupa precisamente la Termodinámica de No Equilibrio o Termodinámica de Sistemas Abiertos, para los que se requiere una reformulación de la segunda ley, que se manifiesta en ellos de forma muy diferente.
Cuando un sistema permanece fuera del equilibrio por estar sometido (ligado) a algún gradiente, se observa cómo, cuando este alcanza cierta intensidad crítica, aparecen súbitamente estructuras autoorganizadas que se mantienen en el espacio o en el tiempo mientras persista el gradiente. Son las que Ilya Prigogine denominó estructuras disipativas. Un caso bien conocido es el efecto descrito por Henri Bénard cuando se somete un flluido a un gradiente térmico, y consiste en la formación espontánea, a partir de cierto valor del gradiente, de unas estructuras convectivas macroscópicas perfectamente organizadas. La dinámica acompasada de los miles de billones de moléculas que contiene el fluido es absolutamente improbable desde una perspectiva estadística, pero basta aplicar una diferencia de temperatura a su través para generar un movimiento ordenado que se conserva en un estado metaestable mientras no ceja el gradiente. Lo mismo sucede con los vórtices de Taylor, generados en un gradiente de presión, o con las reacciones Zhabotinsky-Belousov en el caso de gradientes químicos. En concordancia con el principio de Henri-Louis Le Châterlier (que describe cómo un sistema en equilibrio estacionario reacciona en contra de la modificación de algún factor de los que lo definen –presión, temperatura concentración…- y que se puede considerar la aplicación de la segunda ley a sistemas abiertos), Ilya Prigogine planteó que, cuando las ligaduras externas impiden que un sistema llegue al equilibrio, se instala en un estado lo más parecido posible con una mínima producción de entropía.
Dorion Sagan y Eric D. Schneider han resumido estas constataciones en el aforismo “la naturaleza aborrece los gradientes”, que ha sido contrastado por Don Mikulecky al demostrar experimentalmente que los sistemas en estados estacionarios de no equilibrio se reorganizan contra su sometimiento a un gradiente acomodándose en una estructura que permite la disipación de energía en un flujo continuado, en una tendencia a reducir ese gradiente. Efectivamente, en el caso de las células de Bénard se comprueba que el flujo de calor aumenta considerablemente cuando se forman. En palabras de Alfred Lotka, los sistemas fuera del equilibrio se mantienen en un estado estacionario mientras degradan un gradiente que se le impone, adoptando una configuración en la que el flujo a su través es óptimo, y que se manifiesta en forma de ciclos (convectivos o químicos) intrínsecamente autopromotores; autocatalíticos como los definió Lotka. En esta misma línea, Harold Morowitz ha establecido el principio, que se ha intentado instituir como cuarta ley de la termodinámica, según el cual, en un sistema en estado estacionario, el flujo de energía a su través acarreará al menos un ciclo.
Todos estos fenómenos no sólo no violan la segunda ley, sino que son manifestaciones de ella cuando se aplica a sistemas abiertos sometidos a gradientes, en los que opera en el sentido de estructurar la materia para atenuarlos y conducirlos hacia el equilibrio, y se harán más complejos en orden a ser más eficientes en esa atenuación.
Las estructuras vivas, desde este punto de vista, son sistemas abiertos configurados en el seno de un intenso gradiente general impuesto por la radiación solar; son estructuras disipativas de naturaleza física y química, fijada por un componente informacional (el código genético) que se acopló a unos ciclos metabólicos autocatalíticos iniciales, y encauzó la tendencia a la expansión que caracteriza a estos ciclos. Dorion y Schneider aseguran además que el incremento de tamaño y complejidad (desde el nivel molecular hasta el de ecosistemas) es una consecuencia inevitable de la dinámica impuesta, bajo el imperio de la segunda ley, por el flujo de energía y la reacción organizativa de la materia para reducir los gradientes, lo que se logrará más eficientemente cuanto mayores y más complejos se hagan los sistemas. Incluso la inteligencia se contempla como un paso más en la progresión de la eficacia reductora de gradientes, y como una vía evolutiva predeterminada por la termodinámica en consecuencia. La materia, en el seno de un gradiente, necesariamente se organizará de forma que a su través se produzca un flujo de energía que lo reduzca, y lo hará progresivamente mejor según su organización se haga más compleja hasta desembocar en estructuras vivas.
La vida está pues inscrita en las leyes naturales. El universo, por otro lado, está lleno de gradientes, y allí donde se localicen inducirán a la materia a autoorganizarse para contrarrestarlos. Si además se dan las condiciones adecuadas, esa autoorganización alcanzará inevitablemente el grado de complejidad que define a los organismos vivos.

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